Cartografía y toponimia
Cartografía y toponimia
El Ministerio de Defensa, a través de la
Subsecretaría de Formación, organizó las jornadas “Cartografías del
poder y Geopolítica del conocimiento”, buscando presentar
sistematizadamente una serie de reflexiones sobre temas de apariencia neutra
para cierto pensamiento fácil, para cierto sentido común consagrado: el
planisferio, representación cartográfica del mundo; y la toponimia, los nombres
que distinguen e identifican cada una de sus partes o detalles relevantes.
El punto de vinculación de los dos temas es,
entonces y por supuesto, la voluntad política que describe y nomina, o la falta
de esa voluntad que hace que uno sea descripto y nominado. Aquella sutil
diferencia está en la polisemia que uno puede encontrar en el vocablo
“globalización”, constituida por globalizadores y globalizados.
Hace unos quinientos años toma fuerza lo que
algunos pensadores suponen una ventaja de Occidente, que es la separación y
progresiva independencia de la razón instrumental, la organización de la
indagación científica y la aplicación tecnológica en forma autónoma o libre de
la tutela religiosa, la burocracia política y –quizás- hasta de la propia
lógica mercantil o económica. Que llevó a lo que algunos llaman ciencia sin
conciencia, por ejemplo en la novela y primera película de “El planeta de los
simios”.
En la medida en que las matemáticas van ganando
terreno como lengua franca para la descripción física del mundo, la cartografía
se va despojando de adornos y monstruos medievales, adoptando un lenguaje
geométrico comprensible por todos los iniciados, un lenguaje técnico global.
La gran ventaja de construir un sistema
descriptivo común, operado por elites técnicas o profesionales específicas,
deviene en eficacia en la acción, y esto hace que acumule prestigio. Pero trae
asociado un peligro para los incautos: el sistema de representación no es
neutral. Las representaciones están concebidas desde un lugar específico, y los
nombres son aplicados por alguien en particular. El grado de discusión que una
sociedad tenga al respecto habla de su nivel de conciencia.
Recuerdo haber encontrado en una librería de
viejo Ejército y Política, de Jauretche, a los 19 años, en 1980. Su tapa en la
edición de Peña Lillo tenía el mapa argentino con el sur arriba. En pleno
páramo dictatorial era un pensamiento bloqueado y silenciado, mientras el país
era aturdido por quienes postulaban que achicar el estado era agrandar la
Nación, y que daba lo mismo fabricar acero que caramelos. Sin embargo yo tenía
muy presente que esa había sido una idea ampliamente diseminada cuando era un
chico. Recordaba una historieta de diez años antes, una tira de Mafalda donde
ella o Libertad discutían si un mapa estaba o no patas para arriba. Decían
además que lo bueno vendría cuando los que creen estar abajo se dieran cuenta
que podían estar arriba.
La cartografía y la toponimia no sólo están
presentes en el ensayo científico y la política. La cartografía toca en algún
punto la literatura y el arte, como atestiguan esos mapas antiguos plagados de
monstruos marinos, dibujos de nativos, paisajes exóticos y cielos poblados. Si
la esencia de la metáfora es invocar un concepto nombrando otro, su eficacia y
su contenido poético están en relación directa con la distancia entre aquellos
dos conceptos. En términos de funciones o geometrías, la semejanza hace a la
metáfora pero la identidad la mata. Si digo que el árbol es como el árbol, la
tautología nos da una metáfora nula, inútil. Borges juega con eso en aquel
cuento en que habla de un maravilloso mapa del imperio que tenía el
tamaño exacto del imperio. Idea que retoman Alejandro Dolina en “El angel gris”
e Italo Calvino en “Las Ciudades Invisibles”. Mapa inútil, construido con
esfuerzo y paciencia, estragado por los vientos, las pisadas y el olvido.
El mapa de Stevenson en “La Isla del Tesoro”
tiene lo suyo: una isla descripta primorosamente cuya posición en el mar es
incierta, y una referencia detallada de la ubicación del cofre desde un punto
de arranque desconocido. Los conceptos de exactitud y precisión se confunden
para que la literatura gane a expensas de la topografía.
En los relatos de memoria que el veneciano
Marco Polo dictó a un francés que tenía por compañero de celda no hay mapa
alguno. Infinitas ciudades descriptas una tras otra en medio de India,
China y Japón. En el Palacio Ducal de la ciudad Serenísima, el turista atento
encuentra, en las paredes de la sala de espera del Dux, pinturas con la
evolución cartográfica de aquella república. En la época de su cenit, una
rareza para nuestro cerebro de hábito atlántico: América vista por Venecia,
bloqueada a Occidente por genoveses y catalanes. Se trata de un mapa de
California como extremo oriente después de China y Japón. Y de allí hacia el
este, nada, la tierra incógnita. Es un mapa de la primera mitad del siglo XVI.
Hay otros mapas literarios menos logrados. El
de la tierra media de Tolkien es horrible como cartografía y zonzo en relación
a la trama y al argumento de “El señor de los anillos”. Seguramente es a propósito,
para respaldar con el prestigio de la ciencia cartográfica, a través de un mapa
impreciso, el tiempo falso que evoca la novela.
El mapa del merodeador de Harry Potter es una
mezcla de GPS con esas cámaras de seguridad y vigilancia que tienen hoy tantos
devotos como vendedores.
Mi primer recuerdo sobre mapa y toponimia:
calcado por mí mismo y pintado de verde clarito en tercer grado de la
escuela primaria. Arriba y al norte el río Paraná, y los bulevares cerrando los
límites del mundo. Adentro y organizada por San Martín y Urquiza, una
cuadrícula de próceres subordinados, las provincias argentinas y los
departamentos entrerrianos. Pedagogía puesta en calles, repetida con variantes
por el territorio patrio. Tercer grado la ciudad, cuarto el Entre Ríos, quinto
la Argentina, sexto la América y séptimo el mundo. Mundo del Planisferio
Mercator, con la sola variante de centro Atlántico o Pacífico.
Recuerdo también libros de mis abuelos con
mapas tremendamente atractivos y espacios en blanco que yo atribuía a que en la
niñez de mis abuelos la ciencia no había completado el conocimiento del mundo.
Aquellos planisferios con las tierras incógnitas de Amazonia, el Chaco, el
África ecuatorial y los polos helados eran el mapa del colonialismo mercantil.
Los vacíos civilizatorios eran los lugares donde no había llegado o costaba
llegar al capitalismo industrial. Curiosamente, hoy aparecen unas cartografías
livianas donde esos blancos de la tierra incógnita se reconfiguran en bienes
públicos globales, zonas ambientales reservadas para la ambición del capital
trasnacional.
No hay cartografías ingenuas, hay lectores
incautos de mapas. Los dos temas de reflexión, entonces, -representación
cartográfica y toponimia- no son inocentes ni neutros.
Quizás Humberto Eco exagera cuando inicia El
nombre de la rosa con “En el principio era el verbo, y el verbo era Dios”, y
cuando la cierra diciendo que sólo poseemos nombres.
El constructor del Portugal marítimo y
globalizador fue el príncipe Enrique, a quien dieron por sobre nombre “el
navegante”. Dicen que obligó a su pueblo a lanzarse al mar pero que no
navegó nunca, así que mejor le podrían haber dicho “el cartógrafo”, ya que se
dio a la tarea de organizar y construir la primera cartografía global. La
toponimia portuguesa se derramó por las costas de dos océanos y subió aguas
arriba del Paraná. Así yo he podido bañarme en las aguas de la laguna Setúbal
muchas más veces que las que he pisado la península ibérica.
Poco tiempo después los castellanos se dieron a
forjar su enorme imperio. Cartografía y toponimia se desplegaron profusamente.
En el mismo año de 1492 Isabel entra en Granada, despide a Colón y encarga a
Nebrija la gramática castellana, con la que busca sagazmente unificar
lingüísticamente sus reinos. Proyectada a la conquista, la disputa por dar
nombre adquiere una dimensión continental. Esa pulsión toponímica tiene sus
detalles curiosos. Desde la Santa Fe campamento de asedio a Granada y sus
réplicas indianas de California, de Bogotá o de la Vera Cruz a orillas de
aquella misma laguna Setúbal, o la Cartagena de Indias, imagen de la Cartagena
española que era a su vez imagen y quería decir nueva Cartago. O el propio
equívoco con las Indias.
La toponimia como parte de las políticas
lingüísticas no está exenta de vocación o seducción por el poder. Anglicismos y
galicismos proliferan en nuestro idioma al ritmo de las relaciones y el poder
relativo de Inglaterra o Francia. Cada vez que alguien se refiere a los
estadounidenses como “americanos” sufre un descentramiento entre la tierra que
pisan sus pies y la que su cabeza imagina pisar.
Volviendo a Jauretche, “La colonización
pedagógica” tenía su capítulo sobre geografía tramposa, alienada. Y un párrafo
sobre toponimia acomplejada e intencional: Sarmiento llega a inaugurar el
ferrocarril a Fraile Muerto, el nombre del poblado le parece atrasado, manda a
preguntar si vive por allí algún inglés, le cuentan de un sr. Bell y allí la
rebautiza Bell Ville.
En el extremo opuesto, en los últimos cuentos
de “Crónicas Marcianas” la memoria se redespliega haciendo hablar a través de
los vencedores, mimetizados y transfigurados, a los vencidos desaparecidos.
Si todavía pensáramos que no hay relación entre
toponimia, cartografía y política, podríamos recordar que Perón reseña
toponimia patagónica, o que ese gran patriota que fue el Dr. Francia evitó
tenaz y sistemáticamente que eventuales enemigos tuviesen conocimiento y
cartografía de su país.
En viejas películas sobre un oeste
norteamericano construido a designio, los indios bárbaros se oponían al
progreso asesinando a los agrimensores. Sabían, bárbaros como eran, que el
agrimensor era la avanzada pacífica de la razón occidental. En la película de Akira
Kurosawa esa misma tensión se da entre el coronel zarista y su asistente, el
baqueano que da nombre al filme: Dersú Uzala.
El Instituto Geográfico nos presenta un trabajo
exhaustivo, científicamente diseñado y técnicamente fundado en las mejores
reglas del arte. Pero también políticamente concebido y situado. Se trata de un
planisferio provocador, un planisferio que interpela, interroga y desenmascara.
Un ejemplo claro para recordar la distinción que hacía un pensador italiano
entre el sentido común y el buen sentido. No todo lo habitual es verdadero; más
de una vez lo evidente lo es por pereza o costumbre del observador y no por
esencia del objeto en análisis. Machado decía que “el ojo que ves no es ojo
porque lo veas, es ojo porque te ve”.
Toda cartografía es científica y la ciencia es
neutra, nos dice la Vulgata, y es discutible. Pero la proyección y
el uso de esas cartografías no lo son. A diferencia de otras cartografías
políticas, ésta que presenta el Instituto Geográfico no es una cartografía
imperial. No lo es porque no busca alienar conciencias ajenas; es una
cartografía que se presenta sincera y que no esconde pretensión de dominio.
Sólo expresa la voluntad de no ser alienado, denominado, descripto por otros.
De ser protagonistas de la globalización, sin ser pasivamente globalizados.
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