comentarios del autor a manera de prólogo
III
En las márgenes de la trama de El
péndulo de Foucault unos personajes de Humberto
Eco se aprovechan de las ansias de fama de autores pequeños que requieren sus
servicios editoriales, ansiosos por publicar insípidos libros irrelevantes. La
pandilla de amigos cobra caro por imprimir unos pocos ejemplares que nadie
compra y que nadie lee, pero compensa al autor prodigándole ceremoniosas
adulaciones, alabanzas ante amigos y parientes, y promesas de gloria literaria.
Alejandro Dolina se burla con dulzura de las presentaciones de libros en
Flores, y H. Bustos Domecq ridiculiza el afán por prologar sus crónicas que
despliega el profesor Gervasio Montenegro. Esos fantasmas literarios me
asaltaron mientras escuchaba de Fabián Vivot su idea de reunir en un libro
estos textos míos que él ya había tenido la audacia de publicar en El Diario de Paraná.
Le agradezco la confianza.
He dicho que sí haciendo
primar mi vanidad sobre el temor al ridículo. Leí el primer libro por los cinco
años y han pasado cincuenta desde entonces, con lo que no estoy para demoras.
Vaya una advertencia: no es
libro organizado ni meditado, las notas que recoge han sido escritas sin plan
ni criterio ordenador, y ni siquiera está claro que tengan un hilo común. No es
seguro que el lector pueda encontrar en él placer ni provecho. No es negocio
comprarlo.
Dos notas fueron escritas a
invitación de Fabián: una en ocasión de los cien años de El Diario (habla en
realidad más de ‘cien años’ que de El Diario), oportunidad que aproveché para
darme al placer de la melancolía; la otra cuando la muerte de Chávez, escrita
esa medianoche de un tirón bajo la urgencia editorial.
Las más largas y
sistemáticas lo fueron a generoso pedido de Juan Giani para tres volúmenes
colectivos que editó. No fue nuestro primer ejercicio de redacción, ya que
habíamos urdido también alguna revista, más leída que legible, que intentó
convocar a pensar contracorriente ante la marejada neoconservadora en los ’90.
El resto son textos de
ocasión, dispares y de objetivo diverso. Algunos, arreglo apenas pulido de
ataques, burlas o comentarios rescatados de la acción cotidiana.
. . .
He puesto en duda más arriba
que haya hilo común en estas páginas. Sin embargo, y aunque no se trate de un libro político, intuyo que si ese hilo
existe es la política, única cosa de la que he sabido hablar en los últimos
treinta y cinco años.
Intuyo tres tipos de
utilidad para la escritura política. Escribir lo que nuestro grupo opina, pero
hacerlo bien para que convoque a sumarse a la acción, dando a la palabra la
máxima tensión. Escribir describiendo, ordenando las piezas de la realidad con
una lógica que la haga inteligible, para que la manada encuentre un sentido
único y un destino a sus actos, para que su tiempo se coordine y sus corazones
latan al unísono, para que se polarice y oriente. O escribir eligiendo algo que
no esté dicho, por el contenido, por la forma o por la oportunidad; escribir
alertando sobre nuestro error en la marcha, o sobre lo que se avecina y todavía
no se percibe.
. . .
Pensé completar los escritos
con una serie de notas disfrazadas de prólogos. Desistí, por pereza y porque el
intento no resistiría cotejo ante la de Macedonio Fernández en su Museo de la novela de La Eterna. El
lector encontrará dos prólogos verdaderos, pedidos por reconocimiento a los
prologuistas, aunque suene contradictorio. Un poco al revés que Bustos Domecq y
Montenegro, aquí el cargoso es el autor, que omite la prescripción de no
aprovecharse del talento o el prestigio de alguien mejor que uno.
La Vulgata periodística y
cierto pensamiento fácil opinan que la política es actividad despiadada que
deja poco lugar para las amistades verdaderas, territorio donde aún las
lealtades, si no efímeras, son de oportunidad o interesadas. Opinión necia o
maliciosa por cierto, estimulada por quienes denigran la política para poder
decidir sin ella. Sobran ejemplos y argumentos en la historia humana contra semejante
enormidad. Mis prologuistas son mi propia refutación para aquel aserto.
. . .
Con Agustín llegamos a
Rosario a estudiar ingeniería en plena dictadura y a los pocos años, con sólo
veinte, orientamos hacia la política nuestra insatisfacción contra aquel
gobierno; nos recomendamos lecturas intensamente y buscamos un cauce militante.
En el páramo dictatorial leímos historia como demostrando un teorema, y como
quien fija el rumbo con sólo observar estrellas pusimos proa hacia el
peronismo. Durante tres años –hoy un ratito, entonces un siglo- nos abandonamos
exclusiva, obsesiva y sistemáticamente a militar, con constancia y fe enormes
en que nuestras voluntades individuales imbricadas en un proceso colectivo
podían torcer el rumbo ruinoso que llevaba el país. Todavía admiro de
nosotros-entonces aquella lúcida convicción hecha esfuerzo, y a veces dudo si
era sentimiento trágico del deber o irresponsabilidad lisa y llana.
A Juan lo conocí poco
después de modo casual –si las casualidades existen- y aunque militábamos en
grupos diferentes y ligeramente hostiles desde la primera charla sentí afinidad
ideológica y reconocimiento intelectual hacia él.
A poco de perder las
elecciones del ‘83 comenzamos –junto a tantos otros- una construcción colectiva
juvenil autónoma que nos signó a todos y llevó a un jovencísimo Agustín Rossi a
presidir el Concejo Municipal de Rosario. Pequeño logro grupal donde las ideas
preceden a la acción y la impregnan, el grupo se organiza y segrega referentes,
la necesidad colectiva requiere liderazgo y lo construye identificando al más
capaz. Tan distinto a los usos y costumbres de otras ínsulas.
Hemos mantenido aquel
vínculo todos estos años, muchos en derrota, por cultivar entonces identidad
ideológica, dimensión colectiva, voluntad organizadora, lealtad política y
espíritu crítico. En medio de eso, además o sobre todo, se forja y sostiene
amistad.
. . .
Tuve la suerte de nacer en
un hogar colmado de libros. Debo a mis padres, muy lectores ellos, el hábito y
el exquisito placer de la lectura.
También buenas recomendaciones y guías para adentrarme en aquella nube, la de la galaxia Gutemberg.
Algún consejo exagerado e
incumplible -“todo papel escrito merece ser leído”-, de todas maneras me sirvió
de aprendizaje cuando tenía entusiasmo y energías. En sentido positivo por
incentivar la curiosidad y enseñar que en la disidencia, y hasta en el error y
el aburrimiento, puede hallarse un poquito de verdad. Por el absurdo, al tomar
nota de lo limitado de nuestros afanes y que la humanidad ha producido y
produce más textos que los que puede uno leer en toda su vida. Lo que aconseja
volverse selectivos.
Sobran ejemplos literarios
de abuso del placer por la lectura: Alonso Quijano y su afición por los libros de caballería; el absurdo
autodidacto de Sartre que leía la biblioteca por orden alfabético; los monjes
de El nombre de la rosa, lujuriosos de
saber en su laberinto infinito pero acotado; Dionisio, el de Yellow Chrome, quejoso por haber leído
veinte toneladas de libros y cargado de aquello haber sido echado al mundo a
vivir; o la fantástica Hermione Granger, heroína de la saga de Harry Potter, petulante y sabedora hasta
la repelencia.
Claro que si leer mucho
encierra peligros, leer poco también. Hay cuentos e historias que hablan de
libros, frases y aún palabras que encierran la sabiduría del mundo.
Exageraciones literarias, divertimentos que recogen mitos, síntesis o economía
de vocablos que resumiría conceptos. Quizás de allí surja el equívoco de
quienes creen que se puede explicar el mundo en ciento cuarenta caracteres.
. .
.
Dolina
cuenta que el Ángel Gris era muy
generoso con sus devotos y los cubría de los dones que más preciaba. Como tenía
a la melancolía y la nostalgia por cosas sublimes, sus protegidos erraban por la
vida grises y cargados de tristezas. Convencido de que reflexionar sobre
política y libros es actividad edificante, agobiaré a mis amigos obsequiando
estas líneas. A diferencia de las penas del ángel se puede andar por la vida
sin ellas.
Sergio
A. Rossi
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