historias de animales


historias de animales
octubre 1990
Tras perder por minutos un colectivo tuve que esperar dos horas el siguiente en la Estación Mariano Moreno. Preparado para esos trances extraje de entre mi magro equipaje alguna lectura fácil y me senté a disfrutar –tal vez por última vez- de las incomodidades que el gigantismo de estado ha ido sedimentando en la terminal de ómnibus.
Seis de la tarde un jueves normal, ni mucha ni poca gente, sentado en los bancos que dan espalda a las plataformas y mirando hacia la puerta principal fui de los primeros en advertir que entraron. Serían diez o doce muy flacos y desmejorados. El más alto, que tal vez me llegaría a la cintura, iba adelante atento y seguro. Era el jefe evidente e impresionaba su mirada. Al ir reparando en el grupo la terminal fue deteniendo su ritmo, conteniendo la respiración. Nadie dejó de mirarlos con atención, aunque nadie tampoco hizo ningún comentario, simplemente observar. Su actitud era extraña. ¿Qué estarían por hacer? Su marcha era rara: ni caminaban ni corrían, era como un trotecito parejo y seguro, atento y vigilante. Cautelosos, atravesaron toda la estación a lo largo, ida y vuelta, dos veces, sin un ladrido. Después los perros de la calle se fueron silenciosamente, como habían venido.
A los quince días los vi pasar una mañana –en idéntica actitud- por la puerta de la Facultad de Ingeniería hacia Ayacucho; y días después acampados en la Aduana. Han sido vistos en Rosario Norte y también en Moreno y Cerrito, de noche, cerca del parque. Esto podría hacer pensar que su radio de acción no va más allá de Avellaneda y 27 de Febrero pero dos nuevos testimonios vienen a echar sombras sobre esta hipótesis.
Manuel I. jura haberse topado con un grupo idéntico en Arijón y San Martín, pero el liderazgo del grupo estaba en un perro negro y pequeñito de mirada inteligente. Tal vez sea otro grupo. Tal vez el perro alto y flaco color tierra que yo vi haya muerto o perdido la jefatura. Tal vez Manuel I. mienta o esté equivocado.
Susana E. nos refiere las andanzas de otro grupo en la zona de Fisherton formado por unos setenta individuos, pero este testimonio es más que dudoso, tanto por lo exagerado del número como por el conocido afán de protagonismo de la cronista.
Hasta aquí los testimonios. Pasemos a las reflexiones.
Hace algunos millones de años el clima se hizo más seco y las selvas se retiraron. Muchos monos de entonces retrocedieron con la selva, donde había comida en abundancia y seguridad. Otros se quedaron donde estaban y se adaptaron a la vida en las sabanas. Los homínidos primitivos se encontraron allí con poca comida y muchos enemigos: carnívoros como el leopardo, que encontraban en ellos bocado fácil, e infinidad de carroñeros, como buitres y cánidos, que les disputaban las sobras de los poderosos. Aquellos primates se volvieron agresivos, se organizaron en hordas rígidamente jerarquizadas y disputaron la vida con ferocidad. El mono inteligente sumó a la evolución genética el cambio cultural, de mayor rapidez y plasticidad. Liberó sus manos al alzarse sobre sus patas traseras posibilitando el desarrollo tecnológico. Y aunque al hacerlo inauguró su inseguridad metafísica, fue imponiendo su superioridad material ante sus competidores. Con hambre durante millones de años llegó el momento en que el hombre generó excedente. La horda podía conseguir del ambiente más energía que la que necesitaba para obtenerla y reproducirse siempre igual a sí misma.
Excedente de comida. Esto trajo la posibilidad de los animales domésticos aún antes de la revolución del neolítico, que con la agricultura haría sedentarios a los primates sabios. Si sigue habiendo hambre entre los hombres es porque la horda no logra repartir adecuadamente el excedente, pero esa historia no es la de esta nota.
Tal vez algún cánido primitivo, tras milenios de pujar con los monos militarizados, haya entrevisto la posible asociación. El excedente de la horda de primates permitió que, seguramente con infinitas vacilaciones previas, se forjase la amistad entre el perro y el hombre. Amistad y subordinación en torno al excedente.
El perro, junto a gatos, ratas y caballos, acompañó al hombre en su entorno en expansión. A diferencia de las ratas, perros y caballos tienen dueño entre los hombres. ¿Excepciones?
Hace muchos miles de años los humanos llegaron a un continente aislado y de fauna primitiva: Australia. Junto con ellos llegaron sus perros, los que por no haber allí carnívoros de gran porte encontraron fuera de los grupos tanta o más comida y seguridad que dentro de ellos. Igual o más comida afuera que adentro: no más amistad y subordinación. Retornaron al estado anterior y dieron lugar al “dingo”, o perro salvaje australiano. Cuando los españoles llegaron a estas pampas sucedió lo mismo, y aparecieron los temibles perros cimarrones. Perros sin dueño.
Existió siempre otro tipo de perro sin dueño mucho más simpático: el perrito callejero o “pichicho”. Alguna canción lo evoca con ternura, metáfora dulce del abandono en épocas mejores. Pero si bien el perro callejero no tenía dueño individual, era sí un personaje del barrio. Y de lo que los vecinos de alguna cuadra le brindaban vivía esta suerte de bohemio o linyera. Individuo solitario, vivía de un camino heterodoxo de reparto del excedente.
Y llegamos al final de nuestras reflexiones. Quince años de política liberal y recetas fondomonetaristas han convertido a Rosario y las ciudades industriales argentinas en llanuras de pobreza. Ese simpático pichicho callejero, bohemio solitario del lugar, ¿está dejando paso a la jauría nómade y organizada? ¿Tiene esto que ver con la desaparición progresiva del excedente?


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