Nueva visita a Ejército y política
Nueva visita a Ejército
y política
mayo de 2014
A cuarenta años de su muerte no está de más resaltar la pertinencia de un
seminario sobre la vigencia del pensamiento, la obra y la actuación pública de
Arturo Jauretche, uno de nuestros pensadores más originales al tiempo que uno
de los más accesibles para el lector de a pie. Una especie de artesano que
enhebra un lenguaje llano, cargado de convocante sentido común, con
razonamientos plenos de buen sentido que perturban tramposos hábitos mentales
consolidados por la repetición hecha costumbre.
Por otra parte y al agradecer la oportunidad de exponer y escribir estas
líneas valgan unas aclaraciones sobre mi contexto de viejo lector que va a
comentar a Jauretche. La invitación a participar del panel está relacionada con
uno de los libros de nuestro autor: Ejército y política, pero más que
por acreditar o haber transitado una reflexión meditada, sistemática y continua
sobre el particular, por encontrarme los últimos años en un ámbito laboral y
político estrechamente ligado a las Fuerzas Armadas. Se trata, entonces, de la
mirada de alguien alejado de las ciencias sociales, que descubrió a Jauretche a
la salida de su adolescencia, entrada la dictadura, mientras estudiaba
ingeniería y se volcaba a la militancia política; y a quien imprevistamente el
azar colocó como testigo privilegiado de los cambios producidos en nuestra
política de defensa.
No empecé con Ejército y política sino con Manual de zonceras,
que me llamó desde la tapa –Jauretche titulaba bien, despertando la curiosidad
del lector- y luego Los profetas del odio, que me sedujo por esa mezcla
de lenguaje simple y coloquial con rigurosa elaboración intelectual. Y por esa
combinación de lealtad inconmovible en la batalla hacia el proceso político que
sostiene su causa, con un espíritu crítico que desagrega la paja del trigo,
reconoce fallas y adulones en el bando propio, así como lo que hay de valor en
el campo ajeno. Ejército y política vino después, síntesis impecable y
sencilla de la perspectiva histórica de nuestro proceso nacional y de nuestra
inserción en la geografía del mundo. Quedó en mi biblioteca por treinta años
hasta que Juan Giani me invitó a releerlo.
Comentar a Jauretche supone un riesgo que recuerda un viejo chiste de
Fontanarrosa. Dos intelectuales conversan y uno cuenta que acaba de terminar el
nuevo libro de Dorfman y Mattelart: Para leer al Pato Donald.
- ¿Y qué tal?- pregunta el otro.
- Mucho mejor el Pato Donald.
Quitando el cuerpo a la tarea de explicar el libro prefiero recomendar su
lectura. Me limitaré a señalar ciertos tópicos de los que el libro habla y
ciertos otros a los que no hace ninguna referencia, en su relación con el
debate que en estos treinta años hemos sostenido en nuestro país sobre el rol
de nuestras fuerzas armadas. O puesto de otro modo, qué de lo que dice
Jauretche se ha discutido en este tiempo, cuánto hemos utilizado de su
pensamiento, y arriesgar por qué.
1.
En estos treinta años, tras el derrumbe de la dictadura y la recuperación
de la democracia, nuestra sociedad reflexionó sobre cómo poner fin al ciclo del
golpismo militar abierto en 1930. O más precisamente -por cuanto la selección
de ese punto de partida ya sesgaba el debate- cómo cortar la presencia del
poder militar como tutor del sistema político. Un instrumento burocrático y
corporativo auto-concebido como tribunal final de apelaciones, última ratio de
la conservación de un sistema de privilegios, apéndice imperial de vigilancia a
rebeldías al orden neocolonial, o esperanza de toma del poder para
resurrecciones nacionalistas o redenciones populares. Al principio el punto era
cómo evitar, desde los actores partidarios del juego democrático, la tentación de
acudir al golpismo. Y cómo desarticular el ‘partido militar’, inhibirlo
definitivamente, poniendo fin a una larga acumulación sedimentaria que fue
configurando la progresiva conciencia autonómica de las corporaciones armadas
hasta el asalto al poder total en la dictadura procesista, que las colapsó,
arrastrando en su propia debacle al país que habíamos conocido.
Ese debate gestó y alumbró el acuerdo bipartidista -lo más parecido a
nuestra Moncloa- que expresó, plasmó y sostuvo el sistema democrático: la decisión
de establecer y construir control político sobre el instrumento militar. La
foto: el líder opositor, el peronista Antonio Cafiero, acompañando al
Presidente, el radical Raúl Alfonsín, en el balcón de la Casa Rosada ante
el alzamiento carapintada. El instrumento: la ley de Defensa Nacional (23.554)
de 1988.
Tras una etapa signada por impunidad acordada a los mandos a cambio de la
marginación militar de la política, con las posteriores leyes de Seguridad e
Inteligencia y sus decretos reglamentarios, con avances y retrocesos se dio un
intenso proceso de reflexión y reformas que se aceleró en la última década.
Concebir, definir y construir esa conducción civil o política (*) de las
Fuerzas Armadas, plasmada en acuerdos multipartidarios y leyes que bloquean la
preparación de nuestros militares para la represión del conflicto interior y
les inhiben realizar espionaje interno, resultó tarea ardua y necesaria.
La democratización de las fuerzas armadas tuvo en cuenta nuestra propia
historia, pero también aprendió de experiencias como las de España y Alemania.
La división tajante entre las organizaciones que se ocupan de actividades de
policía interna y la seguridad interior, respecto de las encargadas de la
defensa ante una agresión (estatal) extranjera recoge inspiración y experiencia
de los Estados Unidos de América. Cabe aclarar que de la experiencia de los
EEUU y no de su prédica, ya que demasiadas veces los latinoamericanos recibimos
desde aquel mismo país el consejo de destinar los militares a tareas de represión
interior y prevención de “peligros” de época (comunismo, narcotráfico,
fundamentalismo, terrorismos, crimen trasnacional).
El país debatió muchísimo
sobre “la cuestión militar” pero muy poco sobre defensa.
Jauretche habla poco o no nada sobre las formas y los mecanismos
institucionales de control y conducción de las fuerzas armadas. Él critica el
profesionalismo militar como una maniobra para evitar que los militares
participen de la política, instrumentada por el general Justo en la década infame,
a través de Rodríguez, para evitar que se vuelquen a la construcción de la
nación. Busca que los militares participen, convencidos e impregnados por una
doctrina nacional, de la política grande. No aparece ninguna preocupación por
mecanismos que controlen que sus cuotas de poder resulten equilibradas, y que
no se apliquen a tareas diferentes a las que les están contempladas.
La muerte de Jauretche, un mes antes que la de Perón, le evitó el mal trago
de ver cómo el gobierno estallaba en contradicciones, la violencia sectaria
interferida y estimulada por el reloj golpista, y el golpe final de los
militares procesistas, con su desaforado asalto al estado, la violencia
interior aplicada sin ley como sistema ante su propio pueblo concebido como
enemigo a aniquilar, y la destrucción de la industria como puntal de aspiración
soberanista, generadora de empleo contribuyente a la cohesión social.
Es claro que fueron el horror, la extensión y la profundidad de la
dictadura las que signaron el período que le sucedió, y que este poco tuvo que
ver con el período en que actúa y reflexiona Jauretche.
Nos queda el ejercicio contrafáctico, la pregunta retórica sobre qué
hubiera dicho nuestro autor, qué tiene para aportar su sistema de pensamiento.
Una pregunta posible: ¿hubiera resignado, para volver a la caja de Pandora al
partido militar, la búsqueda de su propia facción militar constructora de una
política nacional que apuntale la Patria Grande? Difícil saberlo. Durante
veinticinco años aquello prima y hace desaparecer el debate sobre el
ejército faccioso y el ejército nacional. ¿Quiénes encarnaron el pensamiento y
la corriente política de Jauretche en la materia, dónde reaparece, se despliega
y encarna su postura expresada en Ejército y Política? Tengo para mí que
algunas líneas de la revista UNIDOS de la segunda mitad de los ’80, y sobre
todo Salvador Ferla en su El drama político de la Argentina contemporánea
(**). Ferla es un admirador confeso de Jauretche que cultiva una
originalidad y un estilo que no le van a la zaga. El capítulo sobre la génesis,
proceso y desmesura de la autonomía y enajenación militar merece un análisis
que la academia no suele brindar a quienes no le pertenecen.
Desarrollado el proceso de memoria, verdad y justicia; cumplidas y
asentadas las reformas del marco normativo y del instrumento militar; quizás se
abra el tiempo ahora de volver a analizar el eje que nos proponía Jauretche.
De hablar menos de la cuestión militar y hablar más de la política de
defensa.
2.
Nos hemos referido a un punto que destaca por ausencia, veamos otro que
destaca por presencia a contrapelo. Jauretche (pag.91-94(***)) reivindica
categóricamente a Julio Argentino Roca, en línea con Jorge Abelardo Ramos. Hoy
resultaría “políticamente incorrecto” y poco frecuente en debates académicos.
El abordaje de Roca en estos años, casi exclusivamente como genocida por la
Campaña del Desierto, dista de la perspectiva de Ejército y Política y
empobrece el debate histórico. Cabe preguntarse qué posición hubiese tomado
Jauretche.
No sólo lo reivindica por culminar la organización del país incorporando
las dirigencias de las oligarquías del interior en una estructura política que
subordina, equilibra y contiene a la oligarquía localista porteña, proyectando y
sosteniendo una construcción de la integridad territorial hacia el Chaco, hacia
el sur y hacia el mar. También lo reivindica en planos vinculados a la política
interior.
En primer lugar como emergente y como líder de un ejército no faccioso que
surge de un proceso de reflexión autocrítica de jefes militares que viven el
fracaso humillante de la guerra de la Triple Alianza, del hundimiento del
mitrismo en los esteros paraguayos. Contrasta ese ejército y ese liderazgo con
los coroneles de Mitre, especializados en el degüello de compatriotas inermes
en las contiendas civiles, que no resultaron ni valientes ni estrategas de
valía a la hora de enfrentar a tropas regulares. Todo un anticipo.
Denuncia un ocultamiento deliberado de la inteligencia oligárquica, ya que
en las postrimerías de la guerra hubo reflexión y conclusiones que se
silenciaron y olvidaron. Y cita a Emilio Alvear, hijo del vencedor de
Ituzaingó:
“El Paraguay . . . se ha bastado a sí mismo durante
cinco años . . . tuvieron marina que ha peleado con honor. … Ha sucumbido pero
cada disparo de cañón o de fusil que resuena en los montes marcando su agonía
es de pólvora, cañón y armas paraguayas. … Entre nosotros es extranjera el arma
que nos mata, la que nos defiende, hasta el arma con que vencemos; la espada de
Ituzaingó, que me ha legado mi padre, lleva el escudo de Jorge II. ¡Cuánto
daría yo porque ella fuese tan argentina como el triunfo que simboliza!” (pág.
88)
La cita, algo más larga, es formidable. No sólo por lo que dice sino por su
capacidad de interpelar en más de un sentido, no sólo reclama la
industrialización, sino que anticipa a Savio y Mosconi, acude a la
Independencia y a la Guerra contra el Brasil, y dignifica al Paraguay inmolado
en holocausto al dios mitrista del librecambio.
Por otra parte muestra a Roca como un militar respetuoso de la vida de los
adversarios, que destierra la toma de la vida como parte del botín de que se
despoja a los vencidos. Cuenta cómo abjura de aplicar la pena de muerte tras
fusilar, en ocasión de reprimir el alzamiento de Arredondo en Mendoza, a un
supuesto espía bajo la presión de sus consejeros, supuesto espía que resultara
luego enlace de su amigo Civit.
Y finalmente como político práctico, alejado de los idealistas o
ideologistas que desprecia. Entre estos ubica a Mitre y Alem, en contraposición
a Roca e Yrigoyen, políticos prácticos y realistas. Afirma que a poco de morir
“el Zorro” había encomendado al Gral. Ricchieri, estructurador del ejército
moderno, entenderse con don Hipólito, conductor en ascenso. Enemigo del
mitrismo, aplaude la convocatoria roquista a los viejos autonomistas y su
participación en las nuevas fuerzas del resurgir nacional. No deja de señalarle
críticas y la subordinación a la pax britannica, pero lo contrapone a la más
perniciosa subordinación al extranjero profesada por el localismo porteñista,
sin ninguna pretensión nacional. Destaca que la intentona radical de 1905 fue
contra un mitrista, y no contra un autonomista, y que el roquismo albergaba
intentos industrialistas como los de los Hernández o el propio Pellegrini.
3.
Jauretche habla del ejército como protagonista, instrumento faccioso de la
patria chica o herramienta de la Patria Grande (****). Desde esa perspectiva, y
con ejemplos variados, discurre sobre nuestras necesidades y previsiones para
la defensa. Menciona los recursos naturales saqueados sin problema por el
capitalismo en los contextos de localismo y balcanización.
Suele recordarse a Jauretche como quien estableció una marca indeleble en
la catalización de corrientes de pensamiento amalgamadas en una doctrina
nacional. Proclama que el nacionalismo, para ser tal, debe estar
inescindiblemente unido a la vocación popular, al igualitarismo social, a la
dignidad cultural de afirmación de nosotros mismos. Plantea que no hay etapas,
no hay abordaje secuencial de las dimensiones nacional, popular y democrática.
No se puede resignar una en pos de otra. Historia los ciclos de encuentro de
masas, líderes populares, vocación social y dignidad soberana sosteniendo los
momentos más plenos de la nación, y los extravíos y desencuentros de esos
factores en coincidencia con los períodos de disgregación o sumisión colonial.
De la misma manera Jauretche descubre, identifica o construye una identidad
recurrente, una periodicidad entre ejército miliciano o de origen popular,
respetuoso del compatriota, afirmador de la nacionalidad y constructor de la
independencia o la integridad territorial; con valles o puntos de reflujo y de
baja en los períodos en que el ejército es faccioso, al servicio de minorías
del privilegio, sometido al poder imperial y herramienta suya para asegurar el
predominio forzado de esas castas oligárquicas. Ejército popular e
independentista que promueve la Patria Grande mirando la integración hispanoamericana,
y ejército faccioso que favorece el predominio oligárquico y la balcanización
territorial promovida por el interés imperial.
Jauretche remarca, y al hacerlo descubre, revela, propone y convoca, que el
pueblo ha llegado al poder cuando ha coincidido con las fuerzas armadas, y lo
ha perdido cuando se han disociado.
No hay Defensa Nacional sin una Política Nacional,
y es ella la que hay que restaurar, y los trabajadores, por el esclarecimiento
de su conciencia surgido de la identidad de sus problemas con el nacional,
constituyen una avanzada de la Patria Grande. No sólo no hay que obstaculizar
esa fuerza: hay que utilizarla. (p.198).
4.
Defiende la posibilidad de un bloque sudamericano (pág. 184), rescata el
surgimiento de “los no alineados” en la conferencia de Bandung y lo entronca
con el neutralismo de Yrigoyen, su propia prédica en FORJA y la política
exterior de Perón. No lo hace desde la ideología sino desde la apreciación del
interés nacional. Considera (p. 174) el alineamiento con Occidente como un
extravío geopolítico. Alerta a no creer que Inglaterra acepte resignadamente su
declinación.
Critica premonitoriamente la perspectiva que aspira a que tengamos bomberos
y policías pero no fuerzas armadas, delegando en los EEUU nuestra capacidad de
defender nuestro territorio en una operación de resignación de soberanía.
Rechaza los acuerdos ideados sobre el fin de la Segunda Guerra Mundial, con
la mirada puesta en el mundo bipolar y el combate al bloque soviético, a los
que nuestro país entró tras el golpe militar de 1955 que derribó al gobierno
constitucional de Juan Perón. Acuerdos cuya falsía e inoperancia se
evidenciaron en 1982 en ocasión del conflicto contra Gran Bretaña.
Intuye preclara y premonitoriamente que ingresar a los dispositivos interamericanos
enajenará a nuestros militares de su misión bajo la fachada de la cooperación
técnica.
Habla de la necesidad de difundir socialmente el debate sobre la defensa,
que esa actividad sea claramente explicada y vastamente divulgada. Que se
destierre el secretismo, que lejos de proteger tesoros o inteligencias
nacionales sólo busca ocultar el desvío de los fines patrióticos a que se
someten las Fuerzas Armadas. Denuncia la oscuridad de los lenguajes
corporativos, como en otros libros ataca las jergas académicas, falsa y
presumidamente portadoras de sabidurías crípticas.
En alarde de sentido común se pregunta por qué han de ser un secreto para
nuestro pueblo y para nuestra dirigencia política los acuerdos de cooperación y
los documentos sobre la estrategia militar, si se escriben con asesores
extranjeros.
5.
Rescato por último dos citas que muestran la persistencia de ciertos
debates sobre las formas puras que nos prodiga el establishment de los medios
masivos de comunicación, cumpliendo ciertas recetas culturales y manuales de
estilo de tinte imperial.
Habla del modo operativo de los colonizadores, citando a su vez al dr. Luis
Güemes que denuncia en 1957 una técnica que ya entonces luce vieja y repetida:
- Magnificar en todo lo posible el malestar económico
y financiero a que se halla abocada la Nación: “la crisis más aguda de su
desarrollo económico”.
- Pregonar en cambio la relativa facilidad con que el
país podría obtener todos los préstamos, tanto públicos como privados, de
capitales extranjeros que, verdadera moderna panacea a la que sólo se
podría renunciar por la obcecación culpable, permitiría a la Nación
alcanzar su vigoroso ritmo de crecimiento acorde con sus grandes
posibilidades, etc.
Y alude al uso de la corrupción administrativa como tópico para desgastar
gobiernos populares:
Un ministro de Yrigoyen, Domingo Salaberry, se
suicida abrumado por la injuria. Recordemos los escándalos de las bolsas, del
azúcar, del oro de las Legaciones. Los gobiernos populares son débiles ante el
escándalo, no tienen ni cuentan con la recíproca solidaridad encubridora de las
oligarquías, y son sus propios partidarios quienes señalan sus defectos que
después magnifica la prensa. El pequeño delito doméstico se agiganta para
ocultar el delito nacional que las oligarquías preparan en la sombra, y el
vendepatria se horroriza de las sisas de la cocinera. La prosperidad de los
recién llegados irrita a su vez a los que llegaron poco antes, y a los que no
han llegado aún. Anteayer, ayer, hoy y mañana. El hombre elegido por el pueblo
lo convierte en dictador, primero, en tirano después, aunque su mano sea leve
en la represión frente a la traición interna y el bloqueo internacional. ¡A ese
viejo magnánimo lo pintaron tirano, y la tilinguería estudiantil se atrevía a
enfrentarlo en su propio despacho! Me consta porque fui uno de esos, en 1919.
Todavía el recuerdo me ruboriza, cuando ya no tengo casi ni colores.
Desde las críticas a Liniers, pasando por cada uno de los caudillos
federales, por los radicales cuando sintonizaron el interés popular, por el
peronismo salvo cuando se entregó a las relaciones carnales, esos tópicos –la
crisis moral y económica en que nos sume la demagogia populista, y la
corrupción administrativa que portan los elencos gobernantes- han sido
herramienta para desgastar gobiernos, para erosionarlos y tumbarlos. Cuando el
ciclo golpista, eran las Babilonias, las Sodoma y Gomorra que exigían la
hora de la espada.
Desterrado –esperemos que para siempre- el pretorianismo tutelar, no hay
que ser muy lince para advertir que las oligarquías y sus redes de medios
masivos de propaganda siguen apelando a las mismas cantinelas con el mismo fin.
Jauretche ilustra con claridad el procedimiento, su recurrencia, la
ingenuidad peligrosa conque recaen en la trampa vastos contingentes que valoran
la anécdota por sobre los procesos, y el ruinoso juego al que se prestan o en
que son instrumentados dirigentes dolidos de las propias filas. Son consejos
que el criollo despierto no debe dejar de lado.
(*) hablamos de la conducción política de la defensa. Esa conducción
política no tendría por qué ser exclusivamente desempeñada por civiles, pero si
hubiese militares tendría que ser por motivos ajenos al saber profesional o al
interés y la voluntad corporativa.
(**) recientemente reeditado
(***) utilizo la edición de Peña Lillo de noviembre de 1983
(****) cabe reflexionar si este pensamiento de Jauretche habilita una interpretación
militar de que las fuerzas armadas, concebidas como herramientas de la Patria
Grande, se conciban también como portadoras de la Patria Grande, luego de la
Patria sin aditamentos, y más tarde de la “patria” entre comillas, “occidental
y cristiana”, “anticomunista” o cualquier otro pretexto o embuste que las
reposiciones como árbitro final.
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