tiempos, lugares y ausencias


(El Diario de Paraná cumple cien años)
tiempos, lugares y ausencias
Sergio A. Rossi – mayo de 2014
Hay quien reflexiona y rezonga, ante cada cumpleaños suyo, familiar, o de amigos, sobre cuál es el mérito del homenajeado, ya que el tiempo pasa inexorable con independencia de la valía, del esfuerzo y el talento. Buena argumentación para ahorrarse regalos, evitar fiestas indeseadas o presumir profundidad y agudeza. El sentido puede no estar en el mérito sino en la compasión y la alegría. Compasión ante lo ínfimo de nosotros ante el tiempo y el espacio infinitos, alegría por volver a encontrar, este nuevo ciclo solar, todavía vivo al cumpleañero.
Cuando se trata de aniversarios de instituciones interviene, sí, la valoración del esfuerzo colectivo necesario para asegurar y sostener la persistencia de un agrupamiento humano ante las cambiantes fortunas del tiempo.
Si la conmemoración refiere a décadas o siglos se disparan misteriosas propiedades taumatúrgicas. La pasión o la simple seducción ante los múltiplos de diez ha de fundarse en alguna marca indeleble de la cifra, grabada por la costumbre en nuestras mentes, modeladas por el sistema decimal de números arábigos concebidos en la India.
Cien años es muchísimo tiempo. Sin embargo la percepción de su dimensión o magnitud no es absoluta; depende –como tantas cosas- del punto de vista del observador.  Para un chico de cinco o diez años es un horizonte difícil de concebir, para un adolescente, un intento arduo. Cotejada con su propia experiencia vital, la aplicación sucesiva y repetida a futuro de un segmento de tiempo equivalente al trayecto ya recorrido, va nublando la adivinación de aquel futuro, y torna difícil atisbarlo con exactitud y precisión. Indagar de idéntico modo hacia el pasado puede tener la ayuda, para el niño dado a escuchar ancianos, de apoyarse en relatos que le permitan imaginarlo al menos neblinosamente.
Para un viejo de cincuenta, en cambio, la tarea es más sencilla. Se trata de aplicar medio siglo a un lado y al otro, recordar un trecho conocido, transitado, palpado, y aplicarlo hacia uno y otro lado del punto en que está parado. A futuro, imaginar un segundo tramo a recorrer cuya posibilidad de completarse está avalada por la experiencia, pero cuya probabilidad de ocurrencia luce desestimada por la estadística.
Se ha dicho que la realidad no tiene límites, que la gente traza un círculo a su alrededor y considera que es real; pero que lo único que indica ese círculo es el nivel de conciencia alcanzado.
Igual que en medio del tiempo infinito estamos perdidos en el espacio.
Recuerdo mis años primeros en la Paraná de comienzos de los ’60. Caminos para atravesar las inmaterializadas veredas de un baldío, rumbo a la verdulería, presentaban más dificultades, más misterios y más amenazas que muchos kilómetros recorridos años más tarde de a pie. Dificultades incomparables con la simpleza y la comodidad de viajar a Europa de grande.
Mi percepción del espacio terrestre se fue ampliando progresivamente, y de calle Antártida, la plaza Martín Fierro y el viejo mercado de abasto logré integrar un mundo que iba hasta las casas de mis abuelos, en el centro y en el parque, ajustando sus ejes de coordenadas desde Colón y Misiones.
De aquella ciudad de lanchas que se ufanaba y se lamentaba a la vez del aislamiento; de su cola de vehículos esperando cruzar el río que demoraba horas y días viboreando Güemes cuesta arriba y trepaba suave por Salta, yo extraje mi primera teoría geográfica. Geografía binaria y esquemática como tantas cosas concebidas después. Quebrando aquel aislamiento entrerriano nos visitaban periódicamente tías abuelas de Santa Fe y de Buenos Aires. En una aproximación primera al método científico de observación y análisis, yendo ceremonialmente al puerto a recibirlas, y seguramente de maniobras de atraque distintas, sin masa estadística, yo concluí inapelablemente que aguas arriba quedaba Buenos Aires y aguas abajo Santa Fe, teoría que sostuve hasta bien entrada la escuela primaria.
Recién ahí pude aprender más a calcar que a dibujar un mapa de la ciudad,  delimitada con claridad indubitable por los bulevares y el río, con prolongaciones civilizatorias que llevaban a la Escuela Hogar, el Seminario, los cuarteles, Bajada Grande, la base aérea o se adentraban en la provincia hacia las incognoscibles Diamante, Uruguay o Hernandarias.
Esa ciudad de cuadrícula imperfecta; con su plaza Carbó de senderos retorcidos, tan poco apta para cortar camino como apropiada para jugar a la escondida; con su parque inabarcable para cualquier espíritu infantil; regala por siempre al exiliado el recuerdo  de caminar bajo un cielo poblado de jacarandáes, typas y lapachos en flor. Experimento empobrecedor el del paraíso sombrilla calle San Juan abajo.
También deja una conciencia fluvial. Me resultaba inconcebible que hubiera vida lejos de la costa. Pensaba que no era posible no pasar el verano en el río, atardecer en la playa, cruzarlo a remo, olerlo y sentirlo en la piel.
Viví sólo diecisiete años en Paraná y nunca he podido decir, después, que soy del lugar en que vivo. Uno es del lugar donde ha nacido. Me llamaba muchísimo la atención y me inspiraba tristeza saber de tantos hijos de amigos de mis padres, más grandes que nosotros, que se habían ido a estudiar y no habían vuelto. Yo me juraba que regresaría, en una especie de antiporteñismo atávico o de pulso contra la concentración urbana en las grandes ciudades.
Sensación de fracaso. Yo no volví, no han vuelto mis hermanos, y Paraná concentró población fuera de toda planificación. Creció desmesuradamente, sobrecargando y consumiendo la infraestructura y el capital social que acumulara en el ciclo urbanístico abierto hace cien años y cerrado en algún momento entre que se inauguró el túnel y la dictadura desquició nuestra economía.
Como dice una canción el río, que a veces da y a veces quita, va arrastrando hijos aguas abajo. Y esos hijos añoran, como dice otra canción, ser sus aguas tranquilas, irse cauce abajo y retornar lluvia para ser río nuevamente. Metáfora político-fluvial, Fermín Chávez decía que los ríos llevaron a Caseros, sugiriendo que nuestra historia ha estado sobredeterminada por las corrientes de la cuenca del Plata, y Scalabrini que un suspiro soltado en Salta o la capital correntina terminaba rodando hasta la esquina de Corrientes y Esmeralda.
Es más la gente que baja el río que la que sube. Subirlo es episódico y requiere una carga de energía de excepción. Se sube –se subía- movido por la ambición del oro, expulsado por el hambre, temeroso de la guerra, perseguido político. Y apenas asentado se empieza a bajar, en uno mismo o en sus hijos, a practicar el comercio o a estudiar y graduarse.
Hace unos meses vi en la Plaza de Mayo una hermosa muestra de la ciudad de hace cien años. Los jóvenes de las fotos eran mis abuelos y sus pares, nombres conocidos en rostros indiscernibles. La reconfiguración edilicia desde esas fotos y esas evocaciones, pasando por las del tiempo de mis padres, por la de mi infancia y por la que vemos ahora no deja de conmoverme. Como me conmovió hace añares una carta del primer Evaristo Carriego en que evoca la aldea de su infancia, en 1830, y la compara con el progreso que se despliega en la capital urquicista.

Calvino cita dos tipos de dioses del hogar, unos que forman parte de la casa, y que ahí se quedan cuando la familia se muda, que quizás estaban ya en el lugar cuando era un terreno baldío, escondidos entre los yuyos y las malas hierbas; y otros que siguen a las familias y se instalan en los nuevos alojamientos.
Cuando era chico no sólo me sentía profundamente del lugar, sino que sentía que mi familia siempre había vivido ahí. A veces, ahora más viejo y distante, dudo si hay gente que vive en lugares o si hay lugares que ven pasar gentes.
Cien años es muy poco tiempo.

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