tierra y libertad (de mercado)


tierra y libertad (de mercado)
diciembre de 2011
Ciertos discursos dominantes en esta banda del río han presentado a Mujica como un viejito bueno, antes verdaderamente combativo y ahora sabio y reflexivo; en contraste con la guaranguería populista K, de impostado progresismo. Pero ahora pretende aumentar el ínfimo impuesto inmobiliario en Uruguay, poniendo límites módicos a la voracidad del capitalismo agrario globalizado y a la demanda de tierras para hacer aquí lo que no se permite en Europa. Pasará a ser un viejo chocho que, en progresivo ataque senil, vuelve a sus peores impulsos juveniles.
En diez años el valor de una hectárea de buena tierra pampeana pasó de 4.000 a 15.000 dólares. Hay quien afirma que debido exclusivamente al aumento del precio internacional de las materias primas. Espíritus simples dicen que el mercado asigna correcta y eficientemente los recursos, aunque algunos suspicaces recuerden experiencias de agotamiento por sobrexplotación; o debacles sociales debidas a la sustitución, por parte de la economía globalizada, de commodities cuya producción para exportar fuese predominante en alguna región. Como Manaos y su monopolio del caucho, o La Forestal de nuestro norte santafesino.
Viajeros que afirman haber llegado hasta Estados Unidos y el Canadá dicen que allí “las tasas impositivas son de 3 al 4% sobre valores de propiedad relativamente bien tasados, y el porcentaje de recaudación para el impuesto a la propiedad está por encima del 90% en todos los estados de los EEUU. En América Latina el impuesto inmobiliario raramente grava a las propiedades por encima del 1% de su valor fiscal, que además se encuentra marcadamente por abajo de su valor de mercado”.
Las retenciones, entre otras cosas, operan como inhibidor, precario, parcial e insuficiente, de la apreciación de la propiedad inmueble. Suba presionada por ser el último eslabón de la cadena que la requiere para producir el commodity estrella, y también por ser refugio fácil y simple de una porción de renta agraria del productor o rentista.
El gobierno argentino viene abordando el marco regulatorio sobre la tierra. Se promulgó la Ley de Catastro; se estableció una moratoria a los desalojos de comunidades indígenas, y se avanzó en el proyecto de ley que haga operativo el derecho constitucional de restitución de tierras comunitarias; se envió un proyecto para poner límites a la propiedad extranjera; se constituyó el Consejo Federal de Ordenamiento Territorial, y se avanzó en la elaboración del proyecto de ley. Se avanzó, poco, en las leyes provinciales para aplicación de agroquímicos. Falta, pero es un debate tan imprescindible como inevitable.
La tierra no es un commodity. Es un bien para vivir, producir y a veces disfrutar. Del que hacemos uso, pero sin ser dueños con derecho a destruirlo. Debemos dejarlo igual o mejor que como lo encontramos.
Un abordaje al problema distinto de la suba de impuestos a la tierra, aunque no excluyente, sería el de restringir usos e imponer responsabilidades al titular del dominio. Disfrutar del derecho a la propiedad inmueble conlleva deberes para conservarla.
 A modo de ejemplo, y para contribuir a la reflexión, cuatro sugerencias.
1. Presentar obligatoriamente, cada propietario rural, plano de relevamiento de sus parcelas, con delimitación de zonas, potreros y mejoras, e indicación de usos, así como también un plan de manejo sustentable a largo plazo y un informe anual del avance, cumplimiento o desvíos, con justificación del desempeño. Elaborado por profesionales matriculados, como agrimensores, topógrafos, agrónomos y veterinarios, esto sería una enorme contribución al catastro, generaría trabajo para nuestros profesionales, supondría una transferencia de conocimiento aplicado y redundaría en una mejora en la gestión, conservación y productividad de cada establecimiento rural.
2. Establecer, para cada parcela, la carga de mantener e incrementar superficies protegidas. Algo mínimo. Por ejemplo, 10 o 15% de incremento en la superficie de bosque nativo o ecosistema natural u original. Esto, además de proteger biodiversidad y paisaje, retendría agua (en las zonas de exceso hídrico, claro) y generaría una mano de obra rural distinta y agregada.
3. Imponer exigencias de superficies mínimas de bosque cultivado. Esto significaría un mayor “encaje” al capital. También supondría un alivio a la presión sobre los montes, y una riqueza acumulada para el futuro. Una variante sería que una parte de ese bosque cultivado fuese de maderas duras, para salir de la exclusividad del álamo, el eucalipto y el pino. El propietario haría un negocio en otro commodity de segura demanda y de segura apreciación. Sólo que la renta extractiva de esa fracción de su campo no sería anual. Aquí también habría diversificación del tipo de mano de obra. Otra variante podría ser que esas superficies pudiesen establecerse en otra parcela, a través de mecanismos de canje y compensación.
4. Restringir la agricultura extensiva y su consiguiente aplicación de agroquímicos en zonas contiguas a cursos de agua, bosque nativo y asentamientos poblacionales.
Esas restricciones y obligaciones implicarían una mejor distribución rural de la renta extractiva basada en la producción de commodities. No podrían ser tachadas de confiscatorias y harían lugar a diversificación productiva. La agricultura orgánica, la horticultura periurbana, prácticas foresto-ganaderas, y la apicultura, por ejemplo, podrían recuperar terreno. Seguramente implicarían modificaciones al valor de la tierra, pero no por destrucción o deterioro de factores productivos, sino por desalentar burbujas especulativas y colocaciones financieras que no producen nuevos bienes sino que encarecen los existentes. 

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