una visión sobre el frepaso


una visión sobre el frepaso
mayo de 2010
Este artículo fue una contribución al libro "200 años construyendo la Nación". Compilado por Juan José Giani y Roberto Retamoso y editado por Corpus, reúne 58 trabajos de 12 páginas que abordan nuestra vida políticamente independiente. Historiadores académicos, periodistas y algún militante político hicieron sus aportes, que el trabajo de Giani, Mestre y Retamoso organizó en un libro cuya densidad y cuya extensión no van en desmedro del interés y la amenidad, y en que descubrí aportes originales.
  
El frepaso
¿Qué fue el frepaso? ¿Cómo y en qué marco surgió? ¿Qué debates anticipó, introdujo o catalizó en nuestra vida política? ¿Sedimentó algo de todo eso?

Aclaraciones a manera de prólogo
Estas líneas sobre el surgimiento, desarrollo y desagregación del frepaso reúnen poco más que recuerdos escritos de memoria y reflexiones, de aquellos momentos o ahora a la distancia, que me parecen interesantes para ver en perspectiva.
Se centran en una trayectoria del frepaso que es la de su vertiente principal. La que partiendo de la renovación peronista participó del cuestionamiento al menemismo que se expresó en el grupo de 8 diputados disidentes, rompió  con el PJ al consolidarse la hegemonía de Menem, buscó expresión electoral propia en una serie de “frentes” anti-bipartidistas (modejuso, fredejuso, frente grande y frepaso), y decidió luego la conformación de la alianza con la UCR, hasta el fracaso final y la caída de aquel gobierno, y su propia fragmentación y dispersión como fuerza política.
Por cierto que puede haber otros análisis, vinculados a la parábola de cada una de las fuerzas que fueron confluyendo –y retirándose- de ese agrupamiento de alianzas sucesivas y crecientes. Pero me detengo en ésta por dos motivos. Porque fue la del grupo que lideró Chacho Álvarez, que orientó y condujo siempre esa política. Y porque fue el camino que yo mismo recorrí, como actor de reparto y testigo ocasionalmente privilegiado.
En los diez años que van desde la primera elección en que ese grupo no participa electoralmente del PJ (1991) hasta el derrumbe de la Alianza (2001) surgió, se constituyó y actuó como protagonista en la política argentina una fuerza que terció frente al PJ y la UCR. En esa actuación introdujo, recogió y llevó al escenario ideas que modernizaron el debate político desde perspectivas de centroizquierda y nacional-populares. Álvarez mantuvo en todo el período un rol de primacía como ideólogo, enunciador del relato y conductor político partidario. En este último rol tuvo mayores desafíos, cuestionamientos y oposiciones por parte de dirigentes de las otras fracciones políticas.
En esa década del frepaso hubo debates de interés. Algunos que reconocen antecedentes en nuestros doscientos años de vida política independiente. Compararlas con ciertos episodios históricos puede resultar un saludable ejercicio. Porque el año del bicentenario invita a balances. Porque hay persistencias en las costumbres políticas. Porque deben decirse algunas cosas para intentar no repetirlas o tratar de hacerlas mejor.

La prehistoria y el marco.
Mientras en 1973 se iniciaba en Argentina un vertiginoso y turbulento proceso que culminó en la dictadura militar, en el mundo terminaba un ciclo tecnológico basado en el petróleo barato. Materiales, productos y procesos que se insinuaban anteriormente, se tornaron económicamente viables y disponibles. Nuestro país, que había desarrollado una sociedad que, aún retrasada y con ineficiencias, había conseguido un lugar destacado en esa modernidad industrial, con altos niveles de integración social y de conocimiento, perdió el tren de este nuevo desafío. Mientras el premier holandés iba a su despacho en bicicleta para crear conciencia sobre las amenazas ambientales y el fin del paradigma tecnológico predominante en el siglo, mientras Francia encaraba el informe Norah-Minc para medir y prevenir el impacto que las nuevas tecnologías producirían sobre su sociedad, mientras en los propios EEUU desaparecían los autos de 8 cilindros e iban llegando al ámbito civil versiones duales de aparatos desarrollados para ir a la luna, nuestra sociedad política caminaba violentamente a la tragedia de la dictadura, sin prestar atención a cambios poderosos que no podrían sino afectarnos.
Y luego el proceso militar congeló toda discusión por ocho años. Ese retroceso cultural y político hizo que los debates de los años ’30 parecieran modernos y adecuados para refutar al conservadorismo de Martínez de Hoz y Videla. El peronismo, el radicalismo y las izquierdas tuvieron arduo trabajo para reabrir discusiones elementales, y poca atención se prestó a los cambios de época en la economía, en la velocidad de circulación de información, en el nuevo ciclo de globalización electrónica que empezaba a evidenciarse.
Con altísimo costo social, se reconfiguraron el sistema financiero, para vivir de la colocación de deuda a privados y cobro al conjunto; el cerealero exportador; y el de algunos sectores concentrados de capital industrial. También se modernizó la expectativa de consumo de clases medias, que descubrieron el turismo masivo al exterior y las compras en Miami gracias a un dólar artificialmente barato, sostenido  con la destrucción de pilares de la sociedad establecidos desde principios de los ’40.
El resto del país pasó años primero sin debate, y luego desempolvando los de la década infame. Con tan poco, superado el espanto y evidenciado para ingenuos, incautos o escapistas el verdadero rostro y el verdadero objetivo dictatorial, con tan elementales argumentos fue suficiente para la recuperación de la vida política y partidaria tras el hundimiento del gobierno militar posterior a Malvinas. Tras la destrucción ferroviaria impulsada por Martínez de Hoz, los libros de Scalabrini Ortiz resurgían lozanos de los baúles escondidos, y alcanzaban para cuestionar a los Chicago boys.
El peronismo -injusta y brutalmente desalojado del gobierno, sí, pero con altísima responsabilidad en los hechos que llevaron al desenlace- resurgió del sarcófago diezmado en sus dirigencias, atenuado en sus desmesuras, pero con ningún debate procesado. Menos violento en los hechos, no había incorporado en sus ideas ni en sus discursos ninguna autocrítica sobre las lógicas blindadas con que atravesó sus luchas contra las proscripciones tras el ’55, y que no quiso, supo o pudo detener al regresar al gobierno. La sociedad argentina, cuando completó tardíamente su repudio a la dictadura, no olvidó aquel período. Ezeiza ha sido una marca indeleble. De la aritmética elemental recordamos el promedio vinculado a una idea de equilibrio. En política, una coalición heterogénea, no necesariamente tiene por qué transmitir ese resultado. Sacar el promedio del acto de Ezeiza no ofrece garantías para la sociedad. En 1983 el peronismo perdió, entre otras cosas, porque no fue creíble, porque cobijaba contradicciones demasiado grandes y no parecía propenso a resolverlas.
La tradición radical, en cambio, fue modernizada por Alfonsín en el sentido de presentarla como garante de paz y estabilidad, sin excluir los aciertos peronistas. El radicalismo balbinista, la UCRP, expresaba una actitud: la de ofrecerse a la derecha como el único partido capaz de bloquear al peronismo en las urnas. Si bien esa estrategia nunca se impuso con buenas artes y sin proscripciones, eso eran Balbín, Illia, De la Rúa. El abrazo de Balbín y Perón, exhumado cada vez que alguien lo necesita para construir algún tipo de puentes, y escondido cuando se confronta, no fue sino la foto final de Balbín.
Pero en política el dirigente es su individualidad estricta, sumada a la trama de relaciones y conductas que lo justifican, explican, condicionan y determinan. Uno es no sólo sus circunstancias y capacidades sino la culminación de su historia, actos e ideas. Su actuación durante 20 años fue otra, la del partido que presentándose, con algo cercano a la hipocresía, como garante de los valores republicanos, buscó colocarse en situación de obligar al resto del antiperonismo a apoyarlo. El abrazo famoso puede leerse como grandeza patriótica, como el acuerdo de Mitre y Roca, como una prefiguración de las invocaciones a la Moncloa. O como resignación ante la primacía peronista. O como espera en pro de una alternancia que ya llegaría.
Alfonsín pasó por encima a ese radicalismo desgastado. Tomando una tradición disponible y un relato establecido en buena parte de la clase media –un partido de moderación, valores republicanos y honestidad de sus dirigentes- le agregó apelaciones inclusivas de la historia del peronismo y contundencia antimilitarista. Se puede decir que esa contundencia era tardía y sobreactuada. Pero no lo era más que la de esa propia porción de clase media. Mostrando vocación por la victoria se impuso a los balbinistas, presentándolos como resignados segundones.
Concluida la interna le ayudó la actitud de los múltiples fragmentos peronistas, actuando como si nada hubiera pasado, creyendo que invocar consignas de quince años atrás concitaría idénticos niveles de adhesión. Suena absurdo lo que era moneda circulante en “el movimiento”: la lealtad a Perón muerto; los silencios sagaces de Isabel; la equivalencia entre peronismo, mayoría y pueblo; el creer que la historia de San Martín, Rosas, Yrigoyen y Perón convertía a sus pretendidos herederos partidarios en tenedores automáticos del prestigio y del poder.
Alfonsín instaló formas y discursos modernos, que sintonizaron con expectativas del momento. Logró interpelar a parte del peronismo y articular una mayoría para la victoria. Instaló la importancia de las formas y las instituciones, relegadas en el período anterior a un rol secundario y a veces prescindible por las lógicas blindadas o duras de las tradiciones izquierdistas, o por un pensamiento peronista –de amplio espectro- que las reputaba impostadas, falsas, hipócritas, en virtud de la experiencia posterior al ’55. A lo que debe agregarse que nunca la derecha nacionalista le prestó mucha atención, ni el golpismo militar, que tuvo muchos justificadores por parte de la centenaria “tradición liberal argentina”.  Esa importancia de la democracia o del funcionamiento institucional, es una de las ideas que buscará introducir y consolidar en el PJ la renovación peronista, y que reaparecerá con fuerza en el frepaso. Hoy parecen cosas obvias y aceptadas, pero hubo quien cuestionó como herético que el peronismo pudiera ser socialdemócrata –criticando esa idea desde una supuesta izquierda intransigente- para luego adherir al social-cristianismo.
Hubo otro aspecto importante operado durante la dictadura y de lo que no se tomó nota debidamente desde el debate político. Fue la reconfiguración productiva y social del país. Por años existió la idea de que con el sólo control del estado podía desbalancearse una suerte de equilibrio o empate económico-social entre extranjerizantes-oligárquicos y nacionales-populares. Recuperar el control del estado permitiría a burgueses nacionales, obreros organizados e intelectuales socializantes, volver a la década dorada de los años peronistas, o a consagrar el intento desarrollista, bien aliados con el peronismo. El pacto social del ’73. Sin embargo, la concentración económica y la modernización de aquellos actores concentrados y trasnacionalizados, así como la importante merma del poder sindical, condicionaron el período alfonsinista (y todo lo que vino después). En el país el empate estructural había terminado, y detentar el gobierno del estado no garantizaba más ser siquiera “el accionista principal”. Todos los gobiernos sufrirían el asedio de los sectores económicos, que además fueron debilitando progresivamente al estado, a la empresa nacional y al poder sindical, profundizando la debilidad instrumental y el potencial de alianzas de los gobiernos. Desde que la economía neoliberal se instaló con crudeza durante el período Videla-Martínez de Hoz, el debate sobre nuevo paradigma económico no pudo ser afrontado con solvencia desde la izquierda, ni desde el nacionalismo-popular, ni desde el desarrollismo. Hasta la devaluación de 2002, la ortodoxia neoconservadora campeó victoriosa sobre una Argentina cada vez más ruinosa e injusta. Hay quien piensa que su implosión fue más por contexto, errores y desmesura que por acción de sus críticos. Como la dictadura y Malvinas.

La renovación y las vísperas. Desacralización doctrinaria y familiarización con la fractura.
En aquel contexto y tras su primera derrota en elecciones libres, se produjo lo que fue la renovación peronista. Y dentro de ella fueron destacándose la revista UNIDOS, el grupo que la llevó adelante y su numen, Chacho Álvarez. UNIDOS no fue la primera revista que Chacho y sus amigos publicaron. Tampoco la última. Todas tuvieron alto nivel, pero si UNIDOS se destacó fue también por el contexto. Tras la negación del debate por la dialéctica blindada de los grupos peronistas, por la censura dictatorial, por el vértigo electoral del ’83, por su primera derrota en elecciones libres, el peronismo se encontró con su pólvora discursiva mojada, con una enorme presión ideológica desde el alfonsinismo, que lo tensionaba con pretensión hegemonista buscando refundir identidades en un “tercer movimiento histórico” (¡ sic transit gloria mundi !) y con la necesidad de afrontar una reflexión autocrítica que le permitiera volver a interpelar a la sociedad argentina y constituirse en alternativa de gobierno.
UNIDOS presentó un ámbito donde el peronismo afrontaba el debate de cómo ser fiel a su esencia y a su historia, cómo sumarse plenamente al juego institucional del gobierno y de su propia organización partidaria. Y lo hacía con espíritu de modernidad, originalidad, y dando cuenta del debate que se daba en el mundo. Bien que sesgado hacia la cultura y la sociología más que a la economía y la tecnología, se destacaba cómoda y claramente sobre las usinas de pensamiento en el peronismo y aún en las izquierdas y derechas. UNIDOS se encarnaba además en un grupo de militantes cuyo peronismo no podía discutirse, que cuestionaban a Montoneros desde posturas de izquierda y que cuestionaban su militarismo y sus desatinos políticos; que explicaban al peronismo en clave democrática, nacionalista y socializante; que criticaban la burocratización sindical desde la defensa del sindicalismo. Gente cuyas cualidades humanas y actitudes personales cohonestaban con sus posiciones políticas y las hacían creíbles para muchos militantes y dirigentes.
El grupo sostuvo la discusión con el alfonsinismo en sus vertientes más ricas, y cosechó en el PJ muchas más adhesiones como abrevadero doctrinario que las que obtenía como reconocimiento de línea interna de cara al reparto de poder. En el primer número posterior a la derrota de Luder invitaba a “afrontar la discusión ideológica con independencia de las posiciones de fuerza”.
Se empezó a debatir a un tiempo el poder partidario y si el peronismo se transformaría en una fuerza política con reglas electorales claras y democráticas. Ríos de tinta costó explicar que nada de sacrílego había en que una conducción partidaria surgiera de una elección entre afiliados, de una compulsa entre líneas internas. Pervivía –interesada y/o dogmáticamente- una idea de que sólo podía haber un liderazgo único, personal e indiscutible. Una suerte de infalibilidad papal doctrinaria. Arduo debate –hoy suena ridículo- sobre si la viuda de Perón heredaba su carácter de conductora o al menos de referente de la unidad movimientista. Una especie de heredera borbónica que preservara la unidad del movimiento. Muy a medida de interesados “consejos de regencia”. Ridículos también los análisis exegéticos sobre los significados de sus inteligentísimos silencios. (¿Es esa tradición exegética la que reaparece hoy entre algunos administradores de los silencios de Carlos Reutemann?).
Como hemos dicho, dos campos de fuerza tensionaban al peronismo: la presión del alfonsinismo, que imponía una agenda institucionalista, muy a tono de las demandas post-dictatoriales, muy bien montado sobre el rescate de las tradiciones cívicas radicales, muy inteligente en no negar en bloque al peronismo; y la necesidad de recuperar competitividad electoral para constituirse en alternativa de gobierno. Los conservadores peronistas intentaron bloquear con torpeza argumental este debate, patoteando congresos partidarios.
Cuando muchos se esperanzaron con un partido que aceptara la nueva situación, la dirigencia retrocedió aún más en el Congreso del Odeón. Se dividió entonces otro sector en el Congreso de Río Hondo en que confluían peronistas del interior que gobernaban provincias y autoridades de los bloques legislativos. Esto instaló fuerte reflexión sobre la posibilidad o necesidad de la ruptura. Temporal o permanente, preparando un camino de salida para quienes más tarde partirían al frepaso.
Los ardides legales y la violencia de patotas cedieron ante la amenaza de fractura. La fractura los condenaba a retener simbología vacía y gastada, a perder los componentes que podían reconstruir legitimidad y perspectiva de victoria. La fractura parcial y transitoria de Cafiero en la elección del ’85 permitió a los renovadores conducir el peronismo, incorporando en el PJ un nivel de modernidad. Ese PJ renovado pudo mostrarse como garante del piso de estabilidad democrática que había establecido Alfonsín, con vocación de profundizarla hacia rumbos más nacionalistas y sociales. El peronismo era nuevamente una alternativa electoral para el gobierno del país.
Hegemónica la renovación, se consagró en el sistema de partidos un piso democrático de reglas compartidas. Mas comenzaron discusiones entre los renovadores, mientras se estancaba y retrocedía el debate en el radicalismo, cuyo gobierno se empantanaba en cuanto a su contrato electoral, fracasaba en la gestión, y sedimentaba en el sentido común popular en un tópico: la incapacidad de los radicales para gobernar. En el peronismo renovado se alinearon, por un lado Grosso y Cafiero con la mayoría de los referentes triunfantes en las provincias y el sindicalismo de los 25; y por otro, juntando heridos y desplazados, Menem desde el lugar de outsider. Pero UNIDOS anticipaba otro debate, cuestionando que la modernidad renovadora se limitara o deviniera en una política gerencial, limitada a un control democrático del funcionamiento partidario, excluyendo la necesidad de profundizar un debate complejo sobre la sociedad argentina. Ese debate se tornó abstracto cuando Menem se impuso a Cafiero. Pero el señalamiento sobre el riesgo de una política desvinculada de las necesidades y demandas profundas de la sociedad, y rota en sus cadenas militantes, quedó latente.
De aquella época data un libro casi póstumo de uno de los habitués de UNIDOS: El drama político de la Argentina contemporánea, de Salvador Ferla. Merecería re-edición en esta conmemoración del bicentenario. O cuanto menos leerlo con atención. Anticipa y llama la atención sobre cuestiones aún pendientes, desde puntos de vista más que originales. Indaga, por ejemplo, la paradoja de que un país templado social y económicamente tenga una vida política caliente. Reflexiona mucho, y anticipándose, sobre la importancia de las formas, no para escamotear contenidos sino para alcanzarlos de manera estable. También sobre la conveniencia de tener mesura en nuestras costumbres políticas, y revalorizar el reformismo para afianzar transformaciones.

algunos hitos cristalizados durante el alfonsinismo.
Durante el gobierno alfonsinista se dieron algunos hechos que prefiguran debates, imágenes o símbolos posteriores, o que expresan conductas políticas repetidas.
Uno fue el fracaso del tratamiento en el senado de la ley Mucci de reforma sindical. Su bloqueo sedimentó en la memoria como una demostración de la incapacidad del radicalismo para lidiar con los sindicatos. El problema reaparecerá quince años después, cuando el intento de mostrar gobernabilidad devenga en el escándalo “banelco”  y los sobornos.
Otro fue el peronismo renovador apoyando a Alfonsín en pos de la agenda democrática frente al golpismo militar. Ante las intentonas de Aldo Rico la actitud de Antonio Cafiero y los dirigentes renovadores fue la de respaldar las instituciones, mostrar acuerdos de mayorías en defensa de la constitución. La presencia de los líderes peronistas en el balcón de la Casa Rosada, previo al anuncio alfonsinista de las “felices pascuas”, constituía una señal fuerte de estabilidad. Apoyando un gobierno que ya estaba sufriendo el desprestigio por una gestión con demasiados déficits, Cafiero pagó un alto costo. Para muchos ese respaldo a la democracia parecía un apoyo a los radicales, un acto de contubernio o de acuerdo subordinado al radicalismo todavía de la victoria. Mala cosa una sociedad que no puede debatir el futuro con seriedad, sin que demagogos vociferen deslegitimando.
A eso se sumaron picardías a la carta.
Menem, que había respaldado con buen criterio y oportunidad la postura de Alfonsín cuando la consulta por el Beagle (no se dijo que la caja radical subordinara gobernadores), aprovechó esa cercanía de Cafiero a Alfonsín para presentarse como un peronista intransigente, que no acordaba con claudicantes. Prometió romper relaciones diplomáticas con los EEUU de Ronald Reagan en un memorable discurso en Plaza Once.
Alfonsín, por su parte, echando mano a su caja de artimañas y no a su faz de estadista, se dedicó a oxigenar a Menem, para que el peronismo tuviese un rostro “impresentable” y facilitar la continuidad radical con Angeloz.
Pero Menem se impuso a Cafiero, y se tuvo entonces un peronismo unido y un gobierno radical desprestigiado. En vísperas de la hiperinflación y con crisis para pagar la deuda externa o refinanciarla, Cavallo fue reciclado por el renovador De la Sota. De socializador de la deuda privada desde el Banco Central durante la dictadura, pasó a encabezar la lista del peronismo en Córdoba. Y desde ese sitial, envió cartas y organizó presentaciones en el primer mundo buscando ahogar financieramente al gobierno de su propio país.
¡Qué imagen! Los exiliados montevideanos apoyando a franceses e ingleses. Dirigentes opositores a Perón pidiendo invasión norteamericana para impedir un triunfo nazi en las elecciones de 1946. Cavallo advirtiendo al mundo contra el gobierno argentino y buscando su caída. Esperemos que esa actitud no dure doscientos años en nuestras costumbres políticas. Y que no empalme nunca con el “manual hondureño de procedimientos 2009”.
Un pensamiento que concibiera a la sociedad argentina un poco como en “la formación de la conciencia nacional”, en una especie de progreso permanente, aunque escalonado, tenía ante sí un camino posible. Parecía natural y cómodo para el sistema político un peronismo renovado y democrático que completara el ciclo abierto por el alfonsinismo. Que frenándole su pretensión hegemónica, recogiera su herencia y la profundizara socialmente, recuperando autonomía nacional en civilizada alternancia. Pero, como decía, en vez de una renovación que completara el ciclo, un demagogo con tintes de falso jacobinismo giró a derecha de manera brutal.
Que los tres candidatos principales fuesen Angeloz, Menem y Alsogaray algo indicaba. Lo llamativo del menemismo fue cómo la sociedad argentina aceptó, con baja conflictividad y niveles altos de adhesión, políticas que había rechazado por más de una centuria.
Ese giro a derecha sorprendió porque no se esperaba, aunque había indicios que lo preparaban. La labilidad peronista, la fatiga de y ante una dirigencia vinculada a un ciclo político y económico agotado, la propia historia del personaje. Pero también y sobre todo los lineamientos políticos del partido republicano ante la re-elección de Ronald Reagan y el acuerdo con la URSS en plena Perestroika. Allí rezaba que debían cooptarse los partidos populistas latinoamericanos, al tiempo que tender la mano a cuadros de las izquierdas que pudieran sumarse al sistema, al que legitimarían con su honestidad. Eso era el segundo documento de Santa Fe (California, que no de la Vera Cruz).
El estrépito triunfal de la caída del muro enfatizó este deslizamiento, y lo vistió de ropaje de época. No fue sólo en Argentina que la debacle de las izquierdas arrastró y arrasó militancias y certezas. Pero Menem lo hizo con audacia y simpatías inigualadas.
Aleccionado por el apriete hiperinflacionario que el establishment propinó a Alfonsín, leyendo las líneas de fuerza que se desplegaban internacionalmente, palpando el agotamiento social, hizo como rezaba Groucho Marx: “Señores, estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros.” Y tomó los de Alsogaray. Llevó a Bunge&Born a economía, anuló conquistas sociales un 17 de octubre, visitó y besó en su lecho de muerte al almirante Rojas, indultó a los comandantes del Proceso, proclamó las relaciones carnales con EEUU, privatizó todo lo que pudo.
Cierto es que ejecutó su programa de profunda desarticulación del país, de culminación de lo empezado por Martínez de Hoz y la dictadura militar, en plena democracia, con funcionamiento de las instituciones y con absoluta libertad de prensa. Eso está entre sus méritos. El menemismo construyó y gozó de un amplio consenso social.
Notable fue su confesión: “si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie.”  Las consecuencias de esa frase pronunciada por tan eminente emisor han sido devastadoras para la credibilidad de la palabra política. Notable también fue que entre la dirigencia peronista no hubiera críticas ni preguntas públicas ante el brutal viraje a estribor.  Dio argumento duradero a una crítica sobre la dirigencia promedio del peronismo: que lo mismo sirve para un lavado que para un fregado; que sólo le interesa durar en el gobierno. No era sólo que se estaba ante un acomodamiento ante la nueva situación internacional, sino que se trataba de ejecutar esas decisiones de la manera más lesiva posible al capital simbólico del peronismo.
Otra idea de aquel momento fue acuñada por Cafiero, intentando encontrar una unidad entre el gobierno de quien lo había derrotado en la interna y la historia del peronismo, seguramente con intención de proyectarle un futuro: “el peronismo es la herramienta mejor con que cuentan los argentinos para interpretar y afrontar los cambios.” Si viene una ola neoconservadora, nadie mejor que este movimiento. Sin comparar a Cafiero con Menem ni a una frase con otra, ésta también tiene su dejo pernicioso. Justifica la infinita elasticidad doctrinaria del PJ, y tiempos también infinitos para esperar que mute en lo deseable.

la crítica en clave de traición ¿ruptura pensando en volver?
La del “grupo de los 8” no fue ni la única ni la primera fractura peronista. Las había habido con los partidos neoperonistas, con el vandorismo, con las resonantes y trágicas fracturas de izquierda en los ’70. En aquellas el eje estuvo en la lealtad a Perón, que lo era también a su doctrina. Aunque el espectro era amplísimo, por convicción, por cálculo o por interés era impensado cuestionar al líder. Aunque éste y el movimiento tenían una virtualidad muy amplia de contenidos y sentidos, se asumía un común núcleo nacionalista, estatista, popular y plebeyo. La legitimidad, el apoyo plebiscitario, evitaba detenerse en los procedimientos. La fractura de Cafiero, en el ’85, tuvo más que ver con las formas. La idea era demostrar afuera el éxito de la verdad doctrinaria y la viabilidad electoral. Y desde ese éxito volver para conducir el conjunto.
Si la traición de Menem era a la esencia compartida por todos los peronistas, esto habilitaba un primer intento: cuestionar a la jefatura del movimiento apelando a la lógica del traidor. Restaurar el orden debido denunciando al usurpador.
Antecedentes destacables de nuestra historia. La defección urquicista en Pavón. La traición alvearista al radicalismo yrigoyenista. Une a las dos la imagen del búho de Minerva a que apela Hernández Arregui. La conciencia toma vuelo al caer la tarde, la lucidez de un proceso agotado busca transferirse al que viene.
Urquiza abandona a los federales y pacta con el mitrismo porteño. Alberdi y Hernández, entre otros, le reprochan, y tras su muerte a manos de sus íntimos aspiran a que el auténtico triunfador de Caseros reencarne en López Jordán. La profecía fracasa absolutamente, el federalismo se extingue, deshilachado, y se reabsorbe en las 14 oligarquías. La lectura es demasiado simplista, pero tuvo andadura en variados imaginarios. En el mito más reciente de la traición alvearista la profecía tiene éxito, la fractura forjista es una premonición que se realiza virtuosamente. No importa que fracase en términos partidarios, el propio Jauretche explica que FORJA se realiza en el peronismo, al que transfiere lo mejor y más auténtico del yrigoyenismo. Lo nac&pop tiene continuidades inevitables.
Cuestionar a Menem por traicionar los principios fue, desde su asunción, el intento del “grupo de los 8”. Ese cuestionamiento se extinguió en las elecciones parlamentarias del ’91.  Sus listas, tanto por dentro como por fuera del PJ, fueron aplastadas en las urnas. La mayoría avaló el giro a derecha. El menemismo proclamó: “Chacho y los disidentes nos critican, pero sus bancas fueron obtenidas en listas peronistas. Sin el PJ, desaparecen.”
Con lo que el paso siguiente fue . . . 

. . . la partida al desierto
El hito que se tomó para romper con el menemismo fue el indulto a los comandantes de la dictadura. No sólo asistíamos al más absoluto apartamiento de los lineamientos doctrinarios o ideológicos, sino que se lo hacía de un modo indigno y ofensivo para demasiados argentinos. Siendo cierto, hubo otra valoración concurrente: la imposibilidad, definitiva o en mediano plazo, de poder disputar la hegemonía al interior del PJ.
A algunos nos sedujo la idea de una continuidad nacional-popular que de UNIDOS y la “larga marcha al desierto” pasara a lo que todavía no era el frepaso. El fracaso final de la Alianza y su gobierno, quitó validez a esa imagen motivadora.
Agotado “el peronismo como domicilio existencial” vino la ardua tarea de estructurar viabilidad electoral propia, lo que implicaba definir una –nueva- identidad. La propuesta del Mo.De.Ju.So (movimiento por la democracia y la justicia social) buscó rescatar lo mejor de la tradición propia. Igualadas en peso simbólico, democracia y justicia social invocaban al federalismo doctrinario y los caudillos; al radicalismo yrigoyenista y a FORJA; a un peronismo respetuoso de instituciones y democracia interna, despojado de sus extremos y de sus ideologías blindadas.
Ese esfuerzo tuvo que desplegarse lentamente entre una “oferta” de múltiples  y débiles fragmentos. El partido intransigente, varios socialismos, la democracia cristiana, el propio Aldo Rico, el partido humanista, el comunismo en crisis, y varios peronistas disidentes competían por una pequeña franja electoralmente disconforme, fuera de un bipartidismo colonizado ideológicamente por la eterna derecha.
Se desarrolló una serie de sucesivas ampliaciones frentistas (modejuso, fredejuso, frente grande) apelando al Frente Amplio uruguayo, como espejo en la otra orilla que mostrara que era posible una fractura de las identidades radical y peronista, al tiempo que refundirlas con otras tradiciones de izquierda sin perder vocación de mayorías.
Trabajoso camino, donde cada recién llegado (a una fuerza que nada indicaba superase el piso electoral) planteaba que nadie más podía sumarse sin comprometer la pureza ideológica. Tres o cuatro años con conducción resistida, que arengaba a la tropa propia diciendo que los mejores todavía estaban afuera. Fue una concepción inteligente y generosa, introdujo una mecánica eficaz para combatir sectarismo y mezquindades pertinaces. Generó profuso ruido interno. Y –adelantándonos- se mostró luego costosa, al momento de repartir cargos en la gestión de gobierno, por habilitar permisividad para premiar gente de la primera hora posterior a la victoria.
Chacho sumaba grandes activos al momento de convocar a un reordenamiento de la centroizquierda. Una historia personal en la que se destacaba por lucidez intelectual y construcción militante que respaldaban su llegada a diputado nacional. Una denuncia y toma de distancia del menemismo desde el primer momento y sin cálculos. Una gran habilidad como comunicador, una prédica clara, didáctica y simple, plagada de contenidos, con sugerencia de horizontes, aunque fueran lejanos. Aún con desconfianzas iniciales, aún mirándolo como “portador sano” de peronismo, fue ganando situación entre aquella miríada de grupos dispersos.
Sumaba a sus méritos lo que Dolina ha  señalado como “elogio de la renuncia”. La renuncia, desde el primer día, al festín menemista. La renuncia del que podía ser parte, no del que quedó afuera. La renuncia para construir el futuro. Una renuncia sufrida, discutida, explicada y entendida. Una renuncia que “agotó la vía administrativa”. Volveremos a esta digresión cuando veamos la renuncia de Chacho a la vicepresidencia.
En la elección de diputados del ’93 logró quebrarse la leyenda de “los arrebatadores de bancas” conque pretendía descalificárselo. Frente a listas muy pobres en la ciudad de Buenos Aires, su ingreso junto a Graciela Fernández Meijide y a Pino Solanas abrió un panorama impensado.
Que se potenció en dos etapas en cuanto Menem forzó su re-elección.
El pacto de Olivos, convalidación alfonsinista del intento de reforma constitucional, generó un vacío de oposición que Álvarez aprovechó con habilidad y coherencia. Repito interrogante. Pacto de Olivos: ¿Mitre subordinado a Roca, abriendo espacio para el surgimiento de la intransigencia radical? ¿Moncloa prefigurada en Balbín y Perón? Costumbres argentinas: ¿Nosotros hacemos acuerdos históricos, y nuestros adversarios contubernios espurios?
El triunfo de Chacho en la elección porteña de constituyentes confirmó su preeminencia en el espectro centroizquierdista, lo convirtió en estrella de la Convención de Santa Fe, y permitió subir un nivel en el juego. Una tercera fuerza moderna en plena expansión, de dirigentes honestos, para cuestionar al neoliberalismo ante la cooptación de los viejos partidos. Más todavía se invocó al PT y al FA.
La reunión de la confitería “El Molino” junto a José Bordón y Federico Storani subió la apuesta. Dirigentes de peso cuestionaban a los dos grandes partidos y sugerían que el de Álvarez era un camino no sólo deseable sino posible para grandes contingentes críticos. Se operó un mayor distanciamiento de la identidad peronista. Se miraba a futuro, al conjunto social y cultural, se convocaba a todos los honestos dispuestos a terminar con el neoliberalismo y la corrupción que le era inescindiblemente asociada. Malestar radical ante un partido fracasado en la gestión de gobierno, corrido a derecha para continuar y a pesar de eso derrotado, atado al carro vencedor del menemismo como resignado furgón de cola. Crisis peronista en quienes aspiraban a suceder a Menem y veían no sostenible el nuevo rol conservador del PJ-UCD. Se generó un espacio vacío que permitió la constitución del frepaso y un impensado segundo lugar. Funcional, bueno es señalarlo, a un triunfo en primera vuelta de la fórmula Menem-Ruckauf.
La interna abierta Bordón-Álvarez para dirimir la compulsa, sin ser original (Izquierda Unida lo había hecho en 1989) parecía un novedoso puente para que la sociedad se volviera a vincular a la política. Bordón, gobernador destacado de una provincia importante, otorgaba una impronta de credibilidad a una fuerza que quería ser gobierno. Que Storani no resultara de la partida sesgaba la fuerza al peronismo, habilitaba una lectura del frepaso como una nueva disidencia y fractura peronista, lo emparentaba con la renovación. Eso sobrecargaba a las fuerzas provenientes de otras tradiciones. Chacho provocó a un tiempo un alejamiento mayor respecto del imaginario peronista y una apelación a ampliar los alcances de la convocatoria. Se convocaba a radicales, democristianos, peronistas, cuadros de la izquierda, herederos del socialismo y a los liberales honestos. Se convocó a jóvenes y figuras con prestigio ganado fuera de la actividad partidaria.
Se fueron generando interrogantes, que se acumulaban en las mochilas sin impedir la marcha: ¿se estaba haciendo “fujimorismo de izquierda”?, ¿había riesgo en diluir lógicas organizativas militantes al apelar a “outsiders”, por prestigiosos que fuesen?; ¿se estaba dando indebida primacía a la honestidad individual, a la honradez administrativa, a la austeridad personal, en detrimento de los trazos gruesos del proyecto económico, la matriz productiva y las políticas distribucionistas?
Tras la muy digna derrota electoral del ’95 y a pesar de tironeos en la conducción del espacio entre los miembros de la fórmula presidencial, en medio de intentos de Bordón por sumar a Béliz, muy resistidos por el Frente Grande y el socialismo, se produjo la renuncia del ex candidato a presidente a su banca en el Senado y al frepaso.
Sin embargo, continuó el camino ascendente. La convocatoria a una insinuada diáspora radical se facilitaba, sumándose el ex jefe de la juventud, Carlos Raimundi, y el ex canciller, Dante Caputo. El comienzo de dificultades para el menemismo abría también un flanco y se afianzaba una opción de mayorías.
Deben señalarse dos aspectos más, en algún sentido estructurales.
Uno: la privatización y concentración de medios de comunicación masivos que impulsó el menemismo instaló con fuerza inusitada un jugador de escala nacional: el de esos mismos medios como actores capaces de moverse con independencia, con intereses económicos y políticos propios, pero también con una lógica inherente a su existencia como tenedores de redes, productores y vendedores de contenidos. Ese impacto demoró en introducirse y percibirse en los dos conglomerados partidarios mayoritarios. El frepaso, con Chacho a la cabeza, y acompañado de dirigentes capaces para la discusión en el ambiente periodístico, capitalizó como nadie esas nuevas reglas y escenas de juego.  En la crítica a que se trataba de un partido mediático, se escondía o incluía un dato de la realidad. Un grupo de dirigentes que provenía de prácticas de alta densidad militante, de organizaciones leninistas en el sentido organizativo y de circulación de la palabra, de asambleas y plenarios, se desplegaba ocupando la escena y llenando espacios vacíos.
Otro: si el frepaso aparecía en la vida política como una opción de mayorías, remitirse a los comienzos del radicalismo y a los del peronismo era una tentación intelectual inevitable. Pero una observación dura la ponía en cuestionamiento serio. El radicalismo había acompañado el surgimiento, estructuración y toma de conciencia de las nuevas clases medias, que buscaban su espacio propio en la política del centenario. El peronismo, la de los obreros sindicalizados décadas después. ¿Qué proceso social, económico y cultural venía a encarnar el frepaso? ¿El de la deconstrucción de aquellos sujetos? ¿El de la clase media en decadencia? ¿Podía sostenerse el crecimiento político de un actor partidario parado en un témpano que se derretía?  No se buscó una respuesta. ¿El gobierno del estado podía ser una plataforma para intentar resolver el interrogante? . . . No fueron esas dudas las que llevaron a . . .

. . . la Alianza.
Fue la “presión de la sociedad que exigía terminar con el menemismo”. Idea que se nutría con un discurso periodístico de rechazo a una nueva reelección de Menem. Rechazo que se realimentaba en mayores cuestionamientos en el PJ y en los crecientes efectos de la recesión y el desempleo. ¿Era el frepaso como esos equipos que ascienden a primera, y que si no pelean la punta se acercan peligrosamente al descenso?
El esquema organizativo del frepaso, de ampliaciones del marco de relación y de nuevas incorporaciones a marcha forzada, generó una estructura de conducciones medias siempre cambiante; acatamiento casi seguidista a la conducción superior, no cuestionada mientras duraron los éxitos sucesivos y crecientes; intensa discusión para asumir las decisiones tomadas, y muy poca participación en la construcción de esas decisiones. Una gran pérdida fue, no sólo por sus aspectos personales, la muerte de Carlos Auyero. Por inteligencia y autoridad personal, jugaba un rol constructivo entre el núcleo de dirigentes frepasistas. Imagino que podría haber contribuido a más equilibradas y mejores decisiones.
¿Había que apurarse y ampliar el marco de alianzas a los radicales?  La imagen del FA y el PT, tan invocadas en un lustro de construcción frentista actuaba ahora como lastre. No sin serias dudas, la militancia del frepaso aceptó el acuerdo con la UCR, uno de los términos del pacto de Olivos. ¿Victoria al quebrar aquel pacto? ¿Complementación perfecta entre un partido sin estructura pero con principios, credibilidad y política; y otro desprestigiado pero con implantación nacional extendida y probada?  ¿Era el fin de la siempre fallida profecía del fin del bipartidismo radical-peronista, al absorberse en uno de sus términos el más serio desafío que había tenido?
Fue un grave error la interna abierta De la Rúa vs. Fernández Meijide. Chacho imaginó evitarla, a cambio de una cuota mayor en poder legislativo y en las listas provinciales y municipales. Esto hubiera permitido –quizá y a posteriori- una mayor capacidad del frepaso para discutir al interior de la coalición. Pero desplumados halcones partidarios, cierta infatuación por el éxito del ’97 y los tropezones radicales, ilusionaron a la candidata y a dirigentes medios frepasistas a la confrontación en que la UCR –aparato o militancia partidaria- aplastó al “partido mediático”.
No se quiso o pudo afrontar una discusión sobre el tema. Para no quedar como cercenando las aspiraciones presidenciales de F. Meijide, para no aparecer con rasgos o sospechas de mezquindad o celos políticos, nos embarcamos en un error de proporciones. Y algo peor: Chacho terminó –contra su voluntad- como parte de la fórmula. Como garante de que De la Rúa estaría equilibrado por el mismísimo conductor del frepaso, de que la alianza había forjado una unidad inescindible.
Siempre que uno quiere, se encuentra espejo en que mirarse. Y aquí cerca teníamos la Concertación Chilena. Una alianza en que una fuerza de izquierda, el socialismo, teniendo su cuotaparte gubernamental y desde esa gestión en el gobierno, pudiese destacarse proyectándose al conjunto de la coalición, imponiendo su hegemonía interna. Sin poner en riesgo y aumentando su competitividad electoral exterior, ahí estaba Lagos, mejor ministro de los presidentes democristianos, presidente socialista de todos los chilenos.
Hechos, aciertos propios, errores y mezquindades ajenas iban aproximando al gobierno a una Alianza que diluía sus definiciones al tiempo que se ampliaba su aceptación.
La Alianza buscó ganar sin hacer olas. La fórmula parecía equilibrada en sentido inverso a la de Alfonsín-Martínez. Si aquel vicepresidente fue una amenaza regresiva, ahora esa tentación estaba bloqueada a la derecha. “Yo voto a la De la Rúa porque está Chacho”. Resguardo de izquierda contra un mal centenario que denunciaba Jauretche: gente que sube al caballo por la izquierda y se baja por la derecha.
Se instaló demasiado una idea de que con sólo terminar con la corrupción podría conducirse el país. En plena recesión, todavía aprisionaba al sentido común el recuerdo de la hiperinflación. La salida programada de la convertibilidad, mirando al Brasil de Fernando Henrique Cardoso, parecía sacrílega. Exponía a una derrota en las elecciones. Al caos. Si la eficacia de la venta del avión presidencial era más que dudosa, las apelaciones a modificaciones de la estructura de precios relativos eran más que tenues.
El único verdadero acuerdo programático de la Alianza fue que, de ganar, Machinea sería el ministro de economía. Acuerdo módico, sin mucho detalle, sin equipo integrado, sin libreto de trazo grueso.
En su acto de cierre en el Monumento a la Bandera, el discurso de Duhalde parecía más en línea con lo que había predicado el frepaso en una década que el de De la Rúa. Pero la desmesura menemista consolidó el triunfo de la Alianza. Duhalde quedó como Angeloz en el ’89, prisionero del desprestigio oficialista. Ni lucía creíble su productivismo, ni Menem se esmeró en ayudarlo.
La Alianza ganó en primera vuelta.
El gabinete aliancista no fue muy equilibrado, y el frepaso fue perdiendo posiciones. No tanto por falta de lugares en el estado, sino por el mal diseño y el mal desempeño de esa presencia. El frepaso tuvo siempre una nota fóbica respecto a la gestión, gotas de renuencia y culpa en el ejercicio del poder. Quizás por un paso abrupto del desierto a la tierra prometida, quizás por una duda pesada sobre si se estaba en condiciones de asumir el gobierno. La convicción fuerte era la necesidad de desplazar al menemismo.
En los primeros meses el frepaso sobreactuó su oficialismo. ¿Actitud -muy peronista- de mostrar lealtad al que conduce? ¿Intento de conjurar críticas sobre “doble comando”? ¿O de no querer aparecer conspirando? En ausencia presidencial Chacho firmó alguna polémica decisión por el presidente. Esa digna actitud empezó a no justificarse ante la deslucida performance del gobierno. Machinea aumentó las alícuotas de ganancias, en una medida cuyo progresismo era más ideal que real, que se tomaba en contexto de persistente recesión, y que impactó en votantes del frepaso y de la alianza. Graciela Fernández Meijide se vio envuelta en una denuncia de corrupción, muy amplificada, pero que impactó en el capital simbólico principal del frepaso: la honestidad en la gestión de gobierno. En mayo se votó un recorte a sueldos y jubilaciones del 12%. Lo que provocó las primeras rebeldías en el bloque de diputados. Tengo para mí que fue el punto de inflexión que llevaría a la renuncia de Álvarez cinco meses después.
Ciertas usinas de pensamiento fácil indagaron sobre el sentido del vicepresidente,  atribuyendo el riesgo país y las altas tasas de interés al “doble comando”: alto perfil de Chacho y debilidad presidencial.
Los ministros frepasistas se libraron rápidamente de la conducción chachista y la débil orgánica partidaria. Se relacionaron directamente con “Fernando” y armaron sus propios alineamientos al interior de aquella lábil constelación. Sus gestiones no superaron el promedio. En el intento de llevar triunfos al radicalismo presidencial, surgió Flamarique como reformador de la ley sindical y “gran muñeca política”. Un peronista pragmático, que Álvarez había promovido en medio de recelos de la tropa propia, tendría éxito donde había fracasado Mucci en el ’84. De paso se avisaría al FMI que éramos confiables. El frepaso seguiría a los ministros, satelizado al grupo sushi que rodeaba al presidente. Aprobada la ley y entre las sobras del banquete de festejo, lo que Chacho había caracterizado como gobernabilidad tarifada del Senado se fue develando a poco de la votación, ¡incluyendo al oficialismo como promotor y beneficiario! Gestionando mal y con sus ministros dilapidando el activo simbólico-ético, Chacho quedaba en incomodísimo lugar. La denuncia de sobornos en el senado fue “levantada” por Cafiero y “La Nación”. Chacho impulsó investigar, lo que fue negado y rechazado por el presidente.
En sólo cuatro meses se produjo un recambio de gabinete en que se ascendió a los involucrados, precipitando la renuncia de Álvarez.
Ciertas usinas de pensamiento fácil indagaron sobre el sentido del vicepresidente,  atribuyendo el riesgo país y las altas tasas de interés a la crisis que produjo la retirada de Chacho y la falta de compromiso del frepaso con la Alianza.
El frepaso no debatió la renuncia. Se la respaldó con un entusiasmo que decaería rápidamente, dando paso a incertidumbre sobre si . . .

. . . ser o no ser parte del gobierno
Sólo Chacho renunció, si exceptuamos a Flamarique, que salió de escena.
¿Qué era la renuncia? ¿actitud de ética individual? ¿retirada del frepaso de la coalición? ¿retirada del frepaso del gobierno pero no –todavía- de la coalición? ¿gesto sacrificial destinado a resituar la alianza a tono de las expectativas electorales?
¿Fue abusar del gesto de renuncia como herramienta política? Creo que la renuncia ni se planificó, ni se construyó en relación a la sociedad. No se conjuró la pregunta de “por qué se van, en vez de pelear de adentro”. No pareció, esta vez, “agotada la vía administrativa”. La expectativa y la exigencia eran, además, muy distintas a la de cuando la renuncia al peronismo. Y sobre ese punto accionó un grupo del gobierno que suponía al frepaso útil para sacar a la UCR de las catacumbas y para ganar, pero indeseable para gobernar. 
La decisión fue, a pocos días de la renuncia, volver al gobierno para tratar de salvar la alianza. Nilda Garré renunció como diputada y se supuso que como viceministra de Storani contribuiría a ese objetivo. Pero no. El frepaso quedó aún más lejos del sistema de toma de decisiones. La distancia entre las promesas electorales y la gestión de gobierno no era sólo por un problema de diferencia de velocidades, sino de la dirección de buena parte de las medidas. La crisis se profundizó con el fracaso y salida de Machinea; el cimbronazo que significaron el ascenso del Dr. Murphy al ministerio de economía, sus anuncios con escenografía golpista y la caída del gordo López, todo en una semana; y el ingreso de Cavallo, casi gratis y sin condiciones, a un lugar de máxima centralidad en el gobierno. Para muchos el frepaso terminó como espectador cuasi inerme, cuando no como autor, del ingreso de Cavallo al gobierno, con el paradojal resultado de terminar desplazado. Renunciaron la ministra F. Meijide y todos los secretarios en el gobierno. La alianza UCR-Frepaso era desplazada por una alianza sushi-Cavallo.
El espejo chileno suponía que el gobierno no fuera tan malo como para que la sola pertenencia al él inviabilizara cualquier planteo; y que la gestión del frepaso, sin amenazar la unidad de la alianza, tuviese un nivel de diferenciación que lo hiciera valorable por la sociedad como para imaginar continuidad de la coalición con cambio de hegemonía en su favor. Eso ya no existía.
Se produjeron fracturas y alejamientos, entre los que se contaron el socialismo y el ARI de Carrió, y se abrió el debate sobre si retirarse del gobierno y/o de la coalición, entendiendo muchos demostrado que la alianza con la UCR había sido un error. Carecíamos de propuesta económica, equipo para llevarla adelante y candidato a ministro. Todos se daban cuenta. ¿Había que renunciar a ser una fuerza de gobierno, y replegarse a una opción opositora, quizás sólo testimonial? ¿Conservábamos capital simbólico y cohesión para eso? ¿Era lo correcto defender el bote partidario ante el peligro de hundimiento de la nave común? ¿O había que mostrar responsabilidad y capacidad en “la mala”? ¿Por convicción íntima o para salir de un eventual fracaso final sin carecer de ese activo?
Un mes después de la última crisis, un frepaso deshilachado regresó al gabinete con Juampi Cafiero en Desarrollo Social. Al otro día Chacho anunció su renuncia al partido y a la política.
Se profundizó un debate sin respuestas, y cada uno fue respondiendo a interrogantes sobre el destino de la fuerza de manera casi individual. Todo condicionado por una crisis social y económica en aumento y en medio de elecciones parlamentarias en que no se sabía si éramos oficialismo u oposición, y que en cada distrito encontró respuestas diversas. Oficialismos críticos, opositores recientes, intentos de despegarse de la elección nacional. Nada resultó bien. Tras pésima elección el presidente negó toda crisis y el país se precipitó a la implosión del sistema político, en medio del corralito y presiones para dolarizar la economía.
En algún momento entre la renuncia de Chacho y ese 19 de diciembre el frepaso se fue terminando, como De Niro en aquella angustiante escena de la angustiante Brazil, en medio de una vertiginosa maraña de papeles arremolinados.

Algunas preguntas y reflexiones a manera de epílogo
El desplazamiento del menemismo del gobierno fue el único objetivo alcanzado por la alianza. ¿Permitió eso debilitar a Menem y “liberar” un poco al peronismo, para que Duhalde primero, y Kirchner después, le imprimieran bruscos golpes de timón a babor?
¿Era imaginable un camino estilo coalición parlamentaria, en que se participara del gobierno sin estar atado por completo a él? Si afirmativo, ¿imponía eso que la conducción –Chacho- no estuviese en la fórmula?
¿Podía una mejor presencia frepasista en el gabinete materializar la ilusión “a la chilena”, o si fracasaba retirarse de la coalición, preservar la fuerza y jugar desde afuera como un actor de peso?  ¿Hubieran resultado mejor las cosas si en vez de Flamarique y F. Meijide, hubieran sido ministros de inicio Garré y Cafiero, tardíos reemplazos en una nave ya al garete? ¿Tendría que haber fracturado Alessandro el bloque oficialista en Diputados, armando uno de apoyo crítico?
¿Era imaginable un Chacho que actuara como el Cobos no positivo? ¿Hubiera sido viable un asedio “por izquierda” como el que se festeja y consagra como esencia republicana? ¿Era viable suceder a De la Rúa, tipo Pellegrini a Juárez Celman?
¿Era imaginable una salida de la convertibilidad sin el estallido del sistema político? ¿Era viable un frepaso distanciado del gobierno que instalara la idea de la devaluación programada sin pulverizar su ascendiente sobre las clases medias?
¿Ha tenido continuidades parciales el frepaso? ¿Ha sido el ARI-CC, remedo formal con pobre libreto y malos actores? ¿Lo ha sido el camino de construcción socialista, territorial y progresiva? ¿Lo han sido diversas transversalidades más o menos kirchneristas? ¿Fue correcto apoyar a Duhalde? A quien responda afirmativamente, ¿lo hubiera sido si no se continuaba en Kirchner?
¿Si el frepaso no quiso, no supo o no pudo realizar en la gestión lo que estaba en su espíritu, cabe a sus esquirlas criticar por sus modales, caminos y formas a quién lo lleve adelante?
Respuestas: en mayo de 2110, a quien quiera escucharme.

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